MARTES 20 DE
SEPTIEMBRE DE 1870
A las cuatro
y tres cuartos de la mañana empezamos a oír cañonazos. Yo dormía tan bien, que
no podía despertarme, y fueron los otros oficiales los que me dijeron que ya se
oía el cañón. A las cinco los cañonazos eran más frecuentes, siempre en la
dirección de Puerta Salara y Puerta Pía. Pocos minutos después de los primeros
cañonazos, ya estaba mi Compañía formada en el pequeño camino donde habíamos
dormido la noche anterior.
Mi Compañía
estaba de reserva, a las órdenes del Coronel, para ser enviada al punto de
mayor peligro por donde atacasen los italianos. Entretanto, todas las Compañías
de Zuavos de que hablé antes, y que ocupaban la zona mandada por nuestro
Coronel, desde la Puerta Pía hasta la Puerta del Pópolo, estaban en guerrillas
sobre las murallas, y a las cinco, o poco más, empezaron los nuestros a hacer
fuego contra la Villa Borghese y la Villa Albani. Pero todas estas Villas
estaban rodeadas de árboles y los italianos se escondían detrás de ellos,
haciendo fuego sin que los zuavos pudiésemos verlos.
La Villa
Borghese llega hasta las murallas de Roma, pero está fuera de la ciudad. En la
Puerta del Pópolo estaba la cuarta del tercero de Zuavos, y creo que también la
tercera del tercero; pero por allá no atacaron los italianos. Ya se oían
también las balas delante de la Villa Médici; nosotros nos paseábamos por allí
para ver lo que sucedía. Yo subí sobre las murallas para observar mejor la
Villa Borghese; pero apenas se distinguía que había gente, sin ver a nadie a
causa de los muchos árboles; sin embargo, los zuavos tiraban con mucho empeño y
es probable que alguno de los italianos haya quedado herido. Nosotros tuvimos
tiempo de tomar nuestro café con el acompañamiento de la música de los cañones.
Estábamos
muy impacientes por ir al fuego. A las cinco y cuarto pasó a caballo el
Comandante de nuestro Batallón, Troussures, con el ayudante mayor, Capitán De Ferron, y fueron, por la Villa Ludovisi y
Bonaparte, hasta la Puerta Pía, para ver lo que sucedía y lo que había que
hacer. A las cinco y tres cuartos ya volvió el Comandante Troussures, diciendo
que el bombardeo era muy fuerte, que los dos cañones de Puerta Pía hacían tanto
fuego como podían, y que las Compañías de Zuavos de dicha Puerta, especialmente
la quinta, hacían una gran defensa. El ejército italiano ya estaba en vista y
hacía mucho fuego. En fin, dijo que parecía que el ataque empezaba de veras. Y
enseguida, con el consentimiento del Coronel, mandó que la sexta del segundo
(mi Compañía) marchase a la Villa Ludovisi. Esta noticia fue recibida por mi
Compañía con un gozo extraordinario y se veía la alegría en las caras de todos
los soldados.
En un
momento llegamos (antes de las seis) a la Villa Ludovisi y nos paramos en el
centro del jardín, contra las murallas, quedando prontos para acudir a
cualquier punto. Allí se oían mejor los cañonazos, y ya iban pasando sobre
nuestras cabezas balas y granadas. Nosotros estábamos esperando y nos sentamos
en el suelo; yo recomendé a mis soldados que se sentasen hacia delante, par que
si les tocaba una bala no quedasen heridos por la espalda. En las murallas,
detrás de las aspilleras, había zuavos de la cuarta del segundo y tiraban
contra la Villa Borghese. A poca distancia de nosotros quedó herido un zuavo en
una pierna, y supimos luego que el primer muerto pontificio había sido un
médico de los Suizos, así como que el pobre Doctor Vincenti (Médico mayor de
Zuavos) había sido herido de gravedad en una pierna.
Poco tiempo
después pasó delante de nosotros, a caballo, nuestro Coronel Allet, tan sereno
como si fuese a paso. Marchó a la Puerta Salara para ver allí lo que pasaba.
Luego vimos a varios soldados de Ingenieros que corrían hacia la ciudad y los
paramos; pero ellos dijeron que no querían quedar allí, porque el enemigo hacía
fuego, y se sirvieron de sus piernas para escaparse. Nosotros no les hicimos
nada, pero les tratamos de cobardes, como merecían. Venían de concluir los
trabajos cerca de la Puerta Salara.
El fuego se
hacía más lleno. A las seis y media, o poco más, vino el Comandante Troussures
y nos mandó a la Puerta Salara. Fuimos allá, atravesando toda la Villa
Ludovisi, y pasando por un punto donde había 12 barricas de petróleo, por si
acaso abriesen allí la brecha los italianos, al entrar ellos prender fuego al
petróleo. En ese punto hicimos tirar a los zuavos todos los cigarros que iban
fumando, pues era peligroso. Llegamos A Puerta
Salara; pero como allí estaba la
sexta del primero, nos mandaron entrar en el jardín de la Villa Bonaparte, que
está al lado derecho de Puerta Salara. Llegamos allí cuando ya empezaba a
abrirse la brecha, que (según los mismos italianos nos dijeron después) fue
abierta por el fuego de 90 cañones, puestos, primero a 1.000 metros, y después,
a 800, de las murallas. En este punto fue donde más peligro tuvimos, y puedo
decir que resultó milagroso que ninguno de nosotros fuera herido en ese tiempo.
El ruido de las bombas, granadas y schrapnels que caían contra la
muralla, y en el jardín contra los árboles de Villa Bonaparte, era terrible,
pues las granadas caían como una lluvia, rompiendo grandes árboles y haciendo caer las murallas.
El Coronel
Allet mandó enseguida que nuestra Compañía adelantase un poco más, hasta cerca
del punto donde iba abriéndose la brecha, para estar más prontos en cuanto
concluyeran los cañonazos y llegaran al asalto los italianos, para ir nosotros
a la bayoneta a defender la brecha. Después hizo poner la primera sección (que
yo mandaba) casi frente a la brecha, a unos 80 pasos, desplegados en guerrilla
detrás de los árboles. Yo hice poner a todos mis soldados de rodillas para que
tuviesen menos peligro; pero yo debía vigilar la sección, y por eso me paseaba
delante de mis zuavos.
La brecha
iba abriéndose delante de nosotros, a poca distancia, a la derecha de Puerta
Salara. Las murallas eran del tiempo de Belisario y caían muy fácilmente. Junto
a nosotros caían granadas y reventaban a pocos pasos, sin que los pedazos que
saltaban en el aire nos tocasen. La
segunda sección había quedado junto a la muralla, con el Capitán y el Teniente.
El Coronel, que no conoce el miedo, se ponía delante de todos a caballo, por lo
cual estaba en un peligro terrible, y miraba la brecha que se abría con
admirable serenidad
Poco después
de las siete llegó el Comandante Troussures y persuadió al Coronel de que era
inútil exponer la Compañía de esa manera, porque aunque no estuviésemos delante
de la brecha, siempre teníamos tiempo de correr a ella en cuanto cesara el
fuego de los cañones. Entonces me mandaron reunirme a la otra sección y yo hice
salir a mis soldados de detrás de los árboles, y reunimos la Compañía cerca de
la Puerta Salara, en la misma Villa Bonaparte, a unos 100 metros de donde había
empezado la brecha.
Desde aquí
se veía muy bien la repetida brecha, que ya tenía una achura de 20 metros.
Estando aquí, una granada vino a caer a unos tres pasos de mí, después de pasar
sobre las cabezas de todos los de mi Compañía. Por gracia de Dios no reventó,
pues si no, hubiéramos quedado muertos muchos. La brecha seguía ensanchándose y
las balas y granadas se cruzaban, pues recibimos algunas por delante de
nosotros y otras de costado. Paramos
nuestra Compañía enteramente contra las murallas, pero tampoco allí había
seguridad, y a cada lado veíamos venir en el aire hacia nosotros, teniendo
tiempo para echarnos al suelo, a fin de que al reventar no nos tocasen los
pedazos, que generalmente saltan hacia arriba.
El
Comandante Troussures volvió allí a las siete y cuarto, y viendo cómo todavía
estábamos muy expuestos sin necesidad, nos mandó salir del jardín, y pusimos
nuestra Compañía en una especie de patio que se hallaba entre la Puerta Salara
y el jardín Bonaparte. Allí cerca, detrás de una pared, estaba la cuarta
Compañía del segundo Batallón (Cap. Berger, Ten. Rabé, S. T. Bouquet). Mi Compañía se puso al abrigo,
detrás de una muralla del jardín. Dejamos un zuavo en el punto donde estábamos
antes para vigilar la abertura de la brecha y ver si adelantaba. Yo fui varias
veces a ver la brecha, a pesar de las granadas que barrían el camino. A las
siete y media vino adonde estábamos el capellán inglés de Zuavos Monseigneur
Stohner, y habiéndose puesto de rodillas todos los de mi Compañía, nos dio la
absolución “in articulo mortis”. En ese momento, como yo había ido a ver
la brecha y llegué un momento más tarde, me puse de rodillas en medio del
camino por donde pasaban las granadas, y si la absolución dura un poco más me
alcanza alguna de ellas. Nos levantamos entonces más animados que antes, si era
posible estarlo, y cubiertos como íbamos de medallas, cruces y escapularios,
confiábamos que el Señor nos ayudaría, como lo había hecho hasta entonces, pues
era extraordinario que nadie de mi Compañía estuviese todavía herido.
Algunos
españoles de mi Compañía se juntaron entonces a rezar el Rosario, entre ellos
Martí, Sánchez, Gutiérrez y mientras rezaban, Martí, un valenciano, recibió un
pedazo de granada en la nariz, que no le hizo más que una pequeña rascadura en
la piel, y así le dejó un pequeño recuerdo. A otro zuavo de mi Compañía le cayó
un pedazo de granada (que había reventado al lado) dentro del saco de pan, sin
hacerle la más pequeña herida. Era éste el zuavo Clavero (de Málaga), quien me
enseñó el casco de Granada, que todavía estaba muy caliente. Estas y otras
casualidades por el estilo nos llamaban mucho la atención. Nuestros zuavos
rezaban con la mayor devoción, a pesar del ruido que oíamos por todas partes.
A las siete
y tres cuartos el Comandante Troussures nos mandó cambiar de posición, y
pusimos nuestra Compañía al lado de la Puerta Salara, sobre el camino que va
desde la Puerta Pía a la Puerta Salara, colocándonos contra una muralla del
mismo camino que cercaba la Villa Bonaparte. En este tiempo el Capitán
Ayudante, Mayor de Fumel, fue a pie por en medio del jardín Bonaparte hasta la
Puerta Pía, por orden del Comandante Troussures, para ver lo que sucedía allí,
y fue con grande peligro de su vida.
En la Puerta
Salara, que estaba llena de tierra hasta la mitad y barricadeada por dentro, se
encontraba, como ya dije, la sexta del primero (Cap. Joubert).
A las ocho,
el Comandante Troussures nos mandó retirar de este punto y ponernos al
principio de la Villa Ludovisi, a pocos pasos de la Puerta Salara, contra una
pequeña casita. Apenas habíamos concluido este movimiento cuando llegó una
granada contra la pared debajo de la cual habíamos estado unos dos minutos
antes, y echó a tierra buena parte de la muralla en el mismo punto de donde
acababa de marchar mi Compañía. Todos quedamos parados al ver esto, y dimos
gracias a Dios por habernos tan visiblemente librado de semejante peligro, pues
si no hubiésemos marchado de allí seguramente habríamos tenido varios muertos y
heridos en ese punto. A las ocho y cuarto llegó allí, al lado de nosotros, la
primera Compañía del tercer Batallón (Cap. Thomalé, Subteniente Garnier y
Scarsez) como refuerzo, y también se paró en la Villa Ludovisi. El fuego no
cesaba nunca ni un momento, y era tanto el ruido, que nos habíamos vuelto
sordos. ¡Ya pensábamos lo que sería el
sitio de Estrasburgo! Al lado de la Puerta Salara, sobre las murallas estaban
los zuavos de la sexta del primero, y a cada granada que caía junto a ellos
gritaban: “¡Viva Pío IX!” de modo que a los primeros gritos creíamos era
un herido que llamaba, porque no podían distinguirse las palabras. Un sargento
de la misma Compañía estaba con tres o cuatro zuavos sobre las murallas en un
punto donde caían tantas granadas y balas que temblaba el muro y corría mucho
riesgo de caerse con él; pero este sargento, con muchísimo valor, siguió allí
apuntando al enemigo, muy tranquilamente.
Al lado
derecho de Puerta Salara, sobre las murallas, un zuavo francés (Estourbillon)
tiraba sobre el enemigo, y con gran atrevimiento levantaba la cabeza por encima
de la muralla para apuntar mejor. Pero una bala enemiga le entró por la frente,
saliendo por detrás de su cabeza. El pobre zuavo, sin pronunciar una palabra,
cayó al suelo al
instante. Un sargento de Zuavos tuvo el calor de tomarle sobre sus espaldas y
bajarle de las murallas; pasó por delante de nosotros con el muerto, que tenía
los sesos por fuera de la cabeza y le caía la sangre por todo su cuerpo, y le
llevó hasta la entrada de la Villa Ludovisi (cerca de la primera del tercero),
donde estaba la ambulancia. A todos produjo mucha impresión el ver esta primera
víctima, pensando que lo mismo podía sucedernos a nosotros. Yo me fui detrás
del cadáver e hice bajarle del coche en donde los zuavos le colocaron, pues me
parecía inútil poner en él a un muerto, mientras se podía necesitar luego para
los heridos. El coche era un ómnibus de una fonda, con caballos del tren, pero
allí no había médico ni capellán. Pusieron al zuavo Estourbillon en el suelo,
sobre la hierba, y todavía el pobre torció los ojos e hizo gestos, abriendo la
boca, pero seguramente había muerto. Pensé que ése iría directamente al Cielo
como un mártir.
El Sr. De
Cristen (Oficial de Estado Mayor), que estaba en la Puerta Salara cogió luego
el fusil de este pobre zuavo para servirse de él; pero tuvo que limpiarle todo
con su pañuelo, pues estaba cubierto de sangre y con partículas de sesos del
pobre muerto. Los oficiales de las tres Compañías que estábamos allí nos
sentamos contra el terraplén, delante de la Puerta Salara, y a cada momento
teníamos que sacudirnos, pues saltaban sobre nosotros pedazos de piedras y cal
de la puerta. Gracias a Dios, nadie fue herido.
Las balas de
los cañones italianos caían muy bien en el punto que querían sus artilleros, y
la brecha se había abierto de tal manera, que ya tenía 40 metros de anchura. No
se puede explicar el destrozo que estaba haciéndose en el jardín y en la casa
de Bonaparte después de una lluvia de granadas tan abundante y por tantas
horas. El Capitán de Fumel volvió allí sin la más pequeña herida, pasando por
delante de la brecha, y nos alegramos mucho de verle, pues ya le creíamos
muerto. Él nos dijo que en Puerta Pía se batían muy fuertemente y que los
italianos iban avanzando ya en masas enormes por diversos puntos. Ya tenían sus
cañones a unos 800 metros de la ciudad.
En estos
momentos llegó en coche un ayudante de Zuavos con muchas municiones para
nosotros, y las pusimos dentro de la casita que estaba al lado de la Puerta;
pero, desgraciadamente, no nos sirvieron. Este ayudante nos dio la noticia de
que en el Pincio habían quedado heridos dos Oficiales de Zuavos; el Teniente
Brondois, que mandaba allí la Compañía de Subsistencia, y el Teniente Niel, a
quien iban a cortar a pierna, pues estaba muy mal herido. Muchos sentimos esta
noticia.
A las nueve
y cuarto el Comandante Troussures envió al ayudante Nini a la Puerta Pía para
traer noticias de lo que pasaba allí. Poco después volvió el ayudante diciendo
que no había nadie para defender aquel punto y que las dos piezas de artillería
estaban desmontadas y sin tener quien las sirviera. Al saber esto el Comandante
Troussures quiso enviar allá a la primera del tercero; pero luego vio que la
sexta del segundo estaba muy cerca, y dio orden a mi Capitán M. Gastebois, para
que fuese con su Compañía lo más pronto posible a defender la Puerta Pía. Éste
fue otro momento de grande gozo para mi Compañía, viendo que íbamos a batirnos
cuanto antes cuerpo a cuerpo.
Atravesamos
todo el jardín de la Villa Bonaparte, y no es posible decir el estado de
destrucción en que se encontraba. Trabajo tuvimos para pasarle, pues los
caminos estaban llenos de grandes ramas y pedazos de árboles, y además, todo el
suelo cubierto de cascos de granadas y otras sin estallar. Yo llevé una de
éstas un buen rato; pero luego la tiré, pues pesaba demasiado. Llegamos a la
reja de hierro del jardín y estaba rota, como si fuese de madera. Atravesamos la
Vía Pía y entramos en la Villa Torlonia. El Capitán hizo quedar al principio
del jardín al Teniente Derely con la segunda sección, yo seguí con el Capitán y
la primera sección hasta las murallas, en el mismo jardín, a unos 60 metros de
la Puerta Pía, donde nos paramos. Todo el camino desde Puerta Salara hasta
Puerta Pía lo anduvimos mientras caía una lluvia de granadas a nuestro lado y
estábamos al descubierto. Pero fue milagroso que en toda mi Compañía no
tuviésemos ni un herido, lo que reconocimos todos nosotros, dando gracias a
Dios por su visible protección.
Junto a las
murallas encontramos un cabo y diez hombres de la tercera del primero, que
estaban allí destacados, mientras estaba la fuerza restante al lado izquierdo
de Puerta Pía, también sobre las murallas, y fue una de las Compañías que más
fuego hizo; tenía por jefes al Capitán de Coessin, Teniente Van der Kerkowe y
Subteniente Bonvalet.
Pocos
minutos después llegó allí a caballo el Teniente Van der Kerkowe y nos dio
noticias; dijo que los italianos adelantaban mucho hacia la Puerta. Nosotros
quisimos subir sobre las murallas para poder tirar sobre el enemigo; pero no
fue posible, pues como Roma no está hecha para defenderse, tampoco había
aspilleras allí, ni puesto para poner gente. El Capitán se expuso para subir
sobre las murallas, pero luego se convenció que no era factible. También aquí
volaban por el aire las granadas y hacían destrozos al caer y reventar. La
Villa Torlonia padeció mucho; pero la Villa Bonaparte tenía el tejado destruido
enteramente y la casa estaba ardiendo.
Un poco
antes de las diez vino el Comandante Troussures, pasando con mucho atrevimiento
por la Vía Pía, y mandó llegar hasta la Puerta a nuestra Compañía. Yo hice
marchar adelante a mi sección (siendo ésta la última orden que di a mi tropa),
y la coloqué al lado derecho de la Puerta, mirando hacia la misma. Llegó
enseguida el Teniente Derely con la segunda sección, y colocándose al otro lado
(es decir, al lado izquierdo), puso allí su fuerza, mirando a la Puerta, y cruzando
contra la misma nuestros fuegos.
Pasando
ahora a lo que sucedió al mismo tiempo en toda Roma, empezaré por el Macao,
donde el primer Depósito de Zuavos (Cap. La Begassiere, Teniente Tarabini y el
Alférez de Rigau) hizo muchísimo fuego toda la mañana, colocado junto a una
casa de los Jesuitas, y causó muchísimo daño al
enemigo, porque dominaba un camino por el cual los italianos debían pasar de
todos modos. Además, allí cerca se encontraban varias Compañías de Carabinero
suizos bajo el mando del Teniente Coronel Castella, y en San Juan Laterano
había otras Compañías de Zuavos bajo las órdenes del Teniente Coronel Charette,
con la ametralladora, que no llegó a hacer fuego porque por este lado el ataque
no fue tan fuerte como por el de Puerta Pía. En Puerta San Sebastiano y Puerta
San Pablo también había zuavos, bajo las órdenes del Comandante de Saisy.
También bombardearon mucho por este lado los italianos, los que tenían un
número inmenso de cañones excelentes. En el fuerte San Ángelo había tres
Compañías de Zuavos, una en San Pedro y creo que otra en San Pancracio; pero
por este lado la mayor parte eran tropas indígenas.
Muchas
granadas cayeron en el centro de Roma, en varios puntos; delante del Palacio
Del Quirinal mataron a dos o tres personas que por allí paseaban; varias casas
fueron quemadas en el Trastevere, y padecieron mucha la fachada de San Juan
Laterano y la Escala Santa. Estas cosas sucedieron en Roma antes de las diez de
la mañana del 20 de septiembre.
Volviendo a
hablar ahora de la Puerta Pía, a las diez estaban todavía allí el Comandante
Troussures, cuando llegó un dragón pontificio, al galope, con una bandera
blanca, diciendo que venía de orden del General Zappi. Como no llevaba ninguna
orden escrita y podía ser un traidor (y que no era más que un simple soldado),
el Comandante y mi Capitán le hicieron volver atrás, y el Comandante se fue a
recibir órdenes del General. Al marcharse nos mandó que empezásemos el fuego en
cuanto los italianos llegasen cerca de la Puerta, y que enseguida la
defendiésemos con las bayonetas. Entretanto, a nuestro lado, sobre las
murallas, la tercera del primero tiraba continuamente y hacia mucho daño al
enemigo.
A las diez y
media, poco más o menos, mi Compañía empezó el fuego, lo cual fue para mis zuavos
un verdadero júbilo, pues desde mucho tiempo estaban impacientes por disparar
sus fusiles. Ya estaban los italianos a pocos pasos de nosotros, contra el
terraplén y la primera barricada de Puerta Pía, y el fuego se hacía muy
animado. Un Coronel de los italianos (un emigrado romano), al querer entrar en
la Puerta cayó muerto, y creó que fue mi Compañía la que tuvo el honor de
matarle. Además de éste, otros Oficiales italianos cayeron en la Puerta.
También entonces fue milagroso que nadie de mi Compañía quedase herido, estando
en tanto peligro. Hubo uno de mis
zuavos a quien una bala atravesó de parte a parte el cañón del fusil, sin
hacerle nada a él; otro tuvo la empuñadura del sable rota, y él resultó ileso,
y además las balas silbaban sobre y al lado de nuestras cabezas.
Ya eran
cerca de las once. Cuando íbamos a defendernos con las bayonetas cuerpo a
cuerpo vimos llegar a nuestro Comandante Troussures que nos mandó cesar elfuego y poner bandera blanca. El toque del clarín no bastó para poner fin al fuego,
y nosotros, los Oficiales, con toda nuestra voz, tuvimos que mandar cesar el
fuego, pues esto era un
demasiado grande sacrificio para nuestros zuavos. También la tercera del
primero cesó entonces el fuego.
Desde media
hora, a nuestra derecha, en dirección al Macao, y en otros puntos, no se oía
ningún ruido, y era que allí las tropas pontificias habían recibido orden de
cesar el fuego y de retirarse. En el
acto, el valiente cabo Monginoux, de mi Compañía (tercera escuadra), puso un
pañuelo en lo alto de la bayoneta y subió sobre la barricada, de un metro y
medio de alta (hecha con sacos de tierra), que cerraba la entrada a la Puerta
Pía.
Ya estaban
los italianos debajo de la misma Puerta y los primeros soldados tomaban por
asalto esta barricada, y a la fuerza querían desarmar al Cabo Monginoux, cuando
nuestro Comandante Troussures, con una serenidad extraordinaria, sin sable,
pero sólo con su látigo en la mano, subió sobre la barricada para contener el
ímpetu de las tropas italianas, defendiendo al mismo tiempo sobre esa barricada
al cabo Monginoux, y aunque atacados por muchos italianos, con gran valor y
fuerza supo defenderse contra siete u ocho bayonetas, y bajó de la barricada
sin novedad. Yo estaba al lado de mi sección, y en ese momento vi llegar por
detrás de nosotros varios paisanos romanos por la Vía Pía, desde Termini,
quienes gritaban “ ¡Viva Víctor Manuel!”, “¡Viva Italia!”. Y como
tenían que pasar una pequeña barricada
para llegar a nosotros, yo les hice retroceder amenazándoles con la espada.
Ellos ya veían llegar los primeros soldados italianos.
En aquel
momento (eran las once) los italianos estaban en gran número debajo de la
Puerta Pía y subían sobre la segunda barricada, detrás de la cual estábamos
nosotros; yo, al ver esas caras endiabladas, no pude detenerme y me adelanté
uno o dos o tres pasos frente a ellos, amenazándoles con mi espada en la mano.
Hasta ese momento yo no podía creer de ninguna manera que Dios permitiese que
entrasen las tropas italianas en Roma, pues confiaba en un milagro, fijándome
en la serenidad que todos decían tenía Su Santidad.
Mi Capitán,
poco antes, me preguntó si en caso de quedar nosotros prisioneros quería yo
darme a conocer o guardar el incógnito; pero yo estaba tan lejos de pensar; en
caer prisionero, que no le contesté nada de esto, y sí que debíamos triunfar,
aunque muriésemos todos.
Ni las
palabras de nuestro valeroso Comandante Troussures, ni un poco de honor militar
detuvo a los italianos, y a pesar de la bandera blanca puesta en la Puerta y en
muchos otros puntos, las tropas enemigas, saltando por encima de la barricada,
fueron entrando como hormigas por la Puerta Pía, dentro de Roma. Los
regimientos que estaban por este punto eran el 39 y 40 (la brigada Bolegna), de
línea.
Nosotros ya
no hicimos resistencia, para cumplir con la orden de Su Santidad; pero mucho
nos costó a los Oficiales el contener a nuestros valientes zuavos. Reunimos
luego la Compañía al lado derecho de la Puerta Pía, contra la casa Torlonia.
Los italianos, en un instante, nos rodearon, sin que tuviésemos tiempo de
retirarnos a Termini (como debía ser, si ellos hubiesen cumplido con la
capitulación). Al entrar los italianos por la puerta no se puede explicar el
furor de que estaban poseídos, y al vernos a nosotros, zuavos, empezaron a
insultarnos, gritando: boya (verdugos), asessini, ladri, puzzoni,
y diciendo además malas palabras contra Su Santidad. Llegaban a la bayoneta,
como al asalto, mientras después de poner la bandera blanca nadie les hacía
resistencia. Los italianos nos querían desarmar en el acto, a la fuerza; pero
mi Capitán, con mucha energía, se opuso a esto, diciendo que no entregaría las
armas más que con todas las formalidades acostumbradas. Y así se hizo.
Mi Compañía
tuvo la suerte de que los que entraron por Puerta Pía fueran soldados de línea,
pues éstos eran menos malos, mientras que al lado de nosotros, en la brecha de
Puerta Salara, por donde entraron muchísimos batallones de bersaglieri,
la tercera y cuarta Compañía del primer Batallón de Zuavos, que la defendían,
fueron tratados infamemente por las tropas italianas. También allí entraron
casi al asalto, sin respetar la bandera blanca. Hicieron poner de rodillas a
los zuavos, desarmándoles a la fuerza, como si fuesen brigantes;
quitaron a viva fuerza los sables a los oficiales, arrancándoles hasta las
cruces y medallas militares, les robaron sus revólvers y todo lo que tenían. Y
al Teniente Van der Kerkowe, que estaba a caballo, lo hicieron apear, robándole
el caballo (que era suyo partícular y magnífico), y además de haberle robado
todo y desarmado le dispararon un tiro de fusil a bout portant, quemándole, por gracia de Dios, solamente la
piel del cuello. Al Teniente Manduit, que había subido con la bandera blanca
sobre la brecha, los bersaglieri le rodearon, poniéndole las bayonetas al
cuello y hasta le quisieron matar allí, después de estar ya prisionero, de tal
modo, que los de su Compañía, que no le vieron más, creían había quedado muerto
en la brecha.
|
La rendición |
Cuando las
tropas italianas, bajo las órdenes del General Cardona, entraban por Puerta Pía
y por la brecha (de 50 metros de ancho) junto a Puerta Salara, ya habían
entrado en Roma otras tropas italianas por diferentes puntos de la ciudad. El
General Biscio venía a atacar a Roma por el Norte; pero empezó el ataque un
poco más tarde que el General Cadorna. Las tropas de Biscio entraron en Roma
por la Puerta de San Pancracio. En esta Puerta también se batieron un poco. El
infame Biscio tuvo el atrevimiento de querer bombardear el palacio Vaticano,
donde sabía que estaba Su Santidad, y a ese fin había establecido sus baterías
en la Villa Pamfili, que domina todo el Transtevere. Lanzó varias granadas;
pero como allí el fuego no empezó hasta las nueve, el General Biscio pudo hacer
poco, teniendo que suspenderlo a las diez, cuando se pusieron en Roma las
banderas blancas, entrando enseguida en la ciudad, sin ningún trabajo, después
de haber hecho la mayor infamia exponiendo con sus cañonazos la misma persona
del Papa.
Al mismo
tiempo que las tropas italianas entraban en Roma, iban entrando con ellos cerca
de 10.000 paisanos, todos emigrados romanos, que los enemigos habían hecho
venir allí en trenes especiales. Muchísimos de tales individuos entraron por
Puerta Pía; nos insultaron terriblemente, gritando a los soldados italianos,
indicándonos a nosotros: ¡Fucilate questi asessini!
Con 15.000 hombres atacaron los italianos de asalto la
Puerta Pía, en donde no quedaba ya para defenderla más que mi Compañía, es
decir, 95 hombres; la mayor parte de éstos eran holandeses, doce españoles,
varios canadienses, uno del Ecuador, etc.
Eran las
once y media de la mañana cuando, entre Puerta Pía y la Villa Torlonia, pusimos
nuestra Compañía en columna, por secciones, hicimos formar los pabellones y
retirarse a los soldados algunos pasos atrás, dejando delante las armas. Este
momento fue terrible; los soldados lloraban como niños y decían: “¡Más
hubiera valido haber muerto todos que entregar nuestras armas de este modo!” Hubo
que quitar las cartucheras con todos los cartuchos. Entonces el Sargento mayor,
De Kersabieck, no pudo contenerse; tomo su cartuchera y la tiró al suelo, a los
pies de un oficial italiano, que se enfadó muchísimo contra él; pero
Kersabieck, muy vivo de carácter, iba a decirle algo; el oficial italiano le
mandó que levantase la cartuchera y la pusiese sobre los pabellones, como las
demás; pero el otro no le hizo caso. Entonces mi Capitán, para evitar alguna
desgracia, mandó al sargento mayor de hacerlo, quien levantó la cartuchera al
momento, diciendo: “Ahora la levanto porque me lo manda mi Capitán, al que
sólo yo obedezco”.
En el acto de formar los pabellones, el sargento mayor
primero y los demás zuavos después, rompieron sus fusiles de una patada o un
golpe sobre el empedrado, o quitándoles algún pedazo del mecanismo, lo que se
hizo a la vista de los italianos. Después de entregados los fusiles, nos rodeó
un a Compañía de línea, con bayonetas, y nos hizo quedar allí, al principio de
Villa Torlonia y junto al palacio. Muchos paisanos y soldados venían allí a
insultarnos, hasta que, por fin, un oficial superior italiano les dijo que
quería que se tuviesen las debidas consideraciones a los zuavos prisioneros.
Los primeros dos regimientos de línea italianos se colocaron allí, en la
plazuela, delante de la Puerta Pía, y había tantos soldados que apenas cabían.
Cuando entraron los dos regimientos venían en tal confusión, que (según nos
dijeron ellos mismos) estaban mezclados todos entre ellos, y no sólo entre
batallones, sino entre regimientos.
|
Los italianos confraternizan con la población. |
Los italianos
tuvieron muchos oficiales muertos delante de la Puerta Pía, y, según lo que
dijeron ellos, cerca de 2.000 hombres fuera de combate. Después de los de línea
entraron también varios batallones de bersaglieri por dicha Puerta; pero
éstos no se pararon, y pasando delante de nosotros fueron a ponerse formados en
batalla sobre la Vía Pía, para vernos pasar, y eran tantos, que llegaban desde la repetida Puerta hasta cerca del
Convento de Carmelitas de la Victoria. También a nosotros tres, oficiales de la
sexta del segundo, nos querían quitar los sables; pero mi Capitán protestó con
mucha energía, y los italianos se adaptaron. Me alegré mucho, pues yo llevaba
un hermoso sable de Toledo que había pertenecido a mi abuelo Carlos V y a mi
tío Carlos VI; pero, sobre todo,
por quedar armado, aunque prisionero de guerra. Yo llevaba mi revólver en el
cinturón del sable, y también quisieron quitármelo; pero yo me opuse
fuertemente y logré guardarlo. Entonces pasé a animar a mis queridos zuavos y
decirles que tuviesen paciencia y se condujesen noblemente, aunque prisioneros.
Nos mandaron contar el número de los zuavos de nuestra Compañía, y vimos que no
teníamos más que 80 hombres, porque 15 habían logrado escaparse antes de quedar
prisioneros y rendir las armas; los pobres se fueron a reunir a otras Compañías
que estaban libres todavía en la ciudad. Los doce españoles de mi Compañía
todos quedaron allí conmigo, queriendo sufrir la misma suerte que yo. En esos
momentos entró con las tropas italianas un corresponsal de un diario francés,
vestido con sobrero de copa alta y con traje negro; era muy raro y estaba
escribiendo la descripción de la entrada de los italianos por Puerta Pía, y
vino a pedirnos datos particulares a nosotros, y a mi Capitán sólo le dijo que
la sexta del segundo, la que defendió la Puerta Pía, no había tenido ni un solo
hombre herido.
En poco más
de un cuarto de hora ya había entrado por la Puerta Pía y por las dos puertas
laterales unos 15.000 italianos, habiendo sido el regimiento 39 de Infantería
el primero que entró en Roma. Con ellos entraron los emigrados romanos,
gritando vivas a Italia y abajo el Papa. Estos emigrados romanos eran
revolucionarios que habían sido desterrados por el Gobierno pontificio por
traidores o que habían huido por miedo a castigos del referido Gobierno por
conspirar contra él. Muchos de éstos aprovecharon la confusión de aquel momento
para apoderarse de las armas de los zuavos antes que los soldados italianos
tuviesen tiempo de llevárselas. De este modo se armó gran parte de la
población.
Al día
siguiente, el Comandante de la plaza de Roma (General italiano) dio una orden
en la que decía que si dentro de 24 horas todos los paisanos no entregaban lar
armas que tenían, al que se le encontrase, se le fusilaría en el acto. Estos
emigrados armados corrían en el primer momento por toda la ciudad de Roma, y en
varios puntos la tropa pontificia tuvo que hacer fuego contra ellos, pues
venían a millares, juntos, alborotando. Después de esperar tanto tiempo, a las
doce del día, entre la escolta de una Compañía de línea del 39 regimiento de
Italianos, nos hicieron marchar de Puerta Pía, y andar por toda la Vía Pía
hasta Termini. Mi Compañía marchó de cuatro en cuatro, y los oficiales
marchamos a nuestros puestos de batalla, a pesar de ir nuestros soldados
desarmados y entre las bayonetas enemigas.
En cuanto
salimos al jardín Torlonia y entramos en la Vía Pía, nos encontramos con los bersaglieri.
Allí estaba rodeada por ellos la tercera Compañía del primero, también
prisionera, pues fue ésta, con la nuestra, las dos solas Compañías que quedaron
prisioneras de guerra a discreción sin capitular. Nos hicieron marchar adelante
entre los silbidos de los bersaglieri y los mayores insultos. Muchos bersaglieri
dieron golpes en las piernas de mis zuavos, con las culatas de los fusiles. La
calle estaba llena de gente, y todos insultándonos; entre éstos también había
mujeres; muchos paisanos nos escupieron en la cara, y los gritos eran tales
como para volverse sordos.
No se puede
decir cuánto padecimos en este paseito y sólo teníamos paciencia para sufrirlos
pensando que Nuestro Señor Jesucristo sufrió peores insultos que éstos. Pero
creo que en ningún país se habrá visto, ni verá jamás, tratar peor a los
prisioneros de guerra que a nosotros en Roma. En este camino encontré al
escultor español Aguirre y le di un apretón de manos al pasar, pues era para mí
un gran consuelo el ver a un español conocido. Un buen rato anduve fuera de la
línea de los soldados italianos, sobre la acera, en medio de un gran gentío;
pero como llevaba todavía mi espada y mi revólver, nadie se atrevió a tocarme.
Durante el camino, un soldado italiano de línea tuvo la caridad de dejarme
beber un poco de agua de su botella, y se lo agradecí bastante, pues no habíamos
podido beber ni comer en todo el día.
Llegamos a
la plaza de Termini y nos hicieron volver hacia la estación del ferrocarril.
Nos alegramos mucho con la esperanza de que nos harían marchar de Roma
enseguida.
En la plaza
de Termini estaba todo el tercer Batallón de Zuavos, la Compañía del primer
Depósito, en la cual vi a Tarabini, que me saludó, y además estaba allí un
batallón de Carabineros suizos. Estas tropas estaban todavía armadas y
esperaban allí para hacer la capitulación en toda regla. Al pasar delante de
estos soldados del Papa, todavía armados, los zuavos de mi Compañía, aunque sin
armas y entre bayonetas enemigas, prorrumpieron en entusiastas gritos de “¡Viva
Pío IX Papa Rey!”, levantando en el aire los kepis. Estos gritos fueron
repetidos por los otros soldados pontificios, especialmente los suizos, ante
los cuales pasábamos. En ese momento se oyó un tiro de cerca, y fue que un
artillero pontificio, habiéndose puesto a saludar a un oficial italiano, un
soldado suizo se enfadó contra él, considerándole traidor a Su Santidad, y le
disparó un tiro de fusil, que no tocó a nadie. Pasamos delante de la estación
del ferrocarril, pero en lugar de entrar en ella nos hicieron seguir adelante
hasta llegar al cuartel del Macao. Este cuartel está a pocos minutos de Puerta
Pía; pero nos hicieron dar un rodeo de media hora, para que todo el mundo nos
viese y pudiese insultarnos.
A las doce y
media entramos en el cuartel del Macao, que era el de los Dragones pontificios,
pero entonces no había nadie. Allí rodaron el cuartel con centinelas y pusieron
una Compañía del 39 regimiento de guardia. Esta Compañía había perdido a su
Capitán entrando en la Puerta Pía. El Subteniente de la guardia fue bastante
amable con nosotros, y nos dio su tarjeta por recuerdo: se llamaba Sandri. Allí
estaban 80 hombres de mi Compañía; 15 habían logrado escaparse de Puerta Pía
cuando nos desarmaron; 2 habían quedado en la Villa Médici, por la mañana, para
hacernos la comida (Boulars y Schouten);
3 estaban de guardia en el cuartel de San
Agustín, y uno estaba enfermo en el hospital (Ortiz).
A la una y
media de la tarde vimos entrar en la gran pradera delante del cuartel a varios
batallones de línea italiana, con su música, que iba tocando delante de ellos.
Fue terrible la tristeza que nos causó ese momento y esa música. Quedamos allí
encerrados e incomunicados, sin saber nada de lo que pasaba en Roma, y lo que
más nos afligía era no saber lo que sucedería con Su Santidad, y si marcharía o
quedaría prisionero.
Nos dejaron allí encerrados, sin darnos nada para comer en todo el día,
y eso que no habíamos comido desde la víspera. No nos dejaban salir ni siquiera
delante de la puerta del cuartel. Por la tarde relevaron la guardia y vino allí
todo el regimiento 40 de línea. A nosotros nada nos dijeron de lo que iban a
hacernos; y viendo que nos dejaban a los de mi Compañía solos en ese cuartel
separados de los demás prisioneros, creíamos que nos iban a fusilar, por haber
seguido haciendo fuego bastante después que habían puesto bandera blanca en los
demás puntos de Roma. De esto no teníamos culpa nosotros, pues únicamente
habíamos cumplido con las órdenes que nos habían sido dadas con poco claridad.
Aunque la idea de ser fusilados no fuese agradable para nosotros, sin embargo
estábamos del todo conformes con ello, pensando que ya era lo mismo morir así,
como si hubiésemos muerto en el combate. Toda la tarde la pasamos en estas
conversaciones, y sin entristecernos la idea de que nos iban a fusilar. Mi
Capitán no decía una palabra, y tenía razón, pues las apariencias eran tales.
Mi Capitán, al momento de entregarnos en Puerta Pía, tenía las lagrimas en los
ojos; yo al contrario, estaba sorprendido de tal manera al ver acabar todo tan
mal, que me parecía un sueño y no llegaba a convencerme que fuese verdad.
También el valiente Teniente Derely y el Sargento mayor Kersabieck tenían los
ojos llenos de lágrimas, lo
cual era muy natural, y mostraba cuánto sentían el triste final del Gobierno de
Su Santidad.
Por la tarde
los oficiales italianos dijeron que nosotros, los oficiales, podríamos salir
delante del cuartel para tomar aire, y nos aprovechamos de ello con gusto. Por
todo el día no comimos más que una tortilla de un par de huevos entre seis o
siete personas, y un poco de pan y queso. Los soldados no recibieron nada en
todo el día. Por la noche logré hacerme traer unos panecillos, que repartí
entre los 80 hombres de mi Compañía, dando a cada soldado una sexta parte de un
pan.
Así se pasó
el triste día 20 de septiembre, que no olvidaré mientras viva. Los tres
oficiales nos reunimos en un cuartillo del cuartel, y logramos tener un
colchoncito para cada uno, en el suelo. Antes de dormir, comimos una especie de
sopa que nos hicieron en la cantina del cuartel, y que no manchaba en el lugar
donde caía. Por la noche vinieron un oficial y un ayudante de Artillería
pontificia, y quedaron en nuestro cuarto, pues también eran prisioneros. Antes
de las diez nos echamos a dormir vestidos.