miércoles, 26 de septiembre de 2012

Las Memorias de Alfonso Carlos: Lunes 26 de septiembre de 1870.


LUNES 26 DE SEPTIEMBRE DE 1870

Sin que nadie nos observase, salimos por el ferrocarril de Grenoble a las seis de la mañana, y pasando por Chambery (donde nos detuvimos dos horas) y por Culoz, llegamos a la frontera de Suiza. Aquí era otro punto dudoso para nosotros. Tarabini y yo teníamos pasaportes austriacos, pero Sánchez no tenían ninguno. Un gendarme francés vino a pedirnos los pasaportes en Bellegarde, y yo le hice creer que en mi pasaporte iba inscrito un criado conmigo; el gendarme lo creyó, pues no comprendía el alemán. Antes se alarmó algún tanto creyéndonos prusianos; pero viendo que nuestros pasaportes eran austriacos, no dijo nada más. Pasamos por un largo túnel, que duró nueve minutos en ferrocarril, y ya estábamos en Suiza.

Éste fue un momento delicioso para nosotros y de verdadera alegría. A las cuatro llegamos a Ginebra. Me despedí de Tarabini, que quería pasar algunos días allí y luego marchar a Innsbruck; puse un parte telegráfico para mamá anunciándole mi feliz llegada, y enseguida proseguí adelante con Sánchez, en ferrocarril, y llegué a la estación de la Tour de Peliz el lunes 26 de septiembre, a las siete y media de la tarde. Fui a casa de mi hermano, llegando de sorpresa. Quedé allí siete días muy alegremente, y, después, por Wartegg, Viena y Frohsdorf, en compañía del Marqués de la Romana y de su hijo el Vizconde de Benaesa, me vine felizmente a Graz, cerca de mi querida mamá.

Graz, 4 de octubre de 1870.

Alfonso de Borbón y de Austria Este,
            Infante de España,
Alférez de Zuavos pontificios.

martes, 25 de septiembre de 2012

Las Memorias de Alfonso Carlos: Domingo 25 de septiembre de 1870.


DOMIGO 25 DE SEPTIEMBRE DE 1870

A las cinco de la mañana nos pusimos en movimiento, y a las seis y media ya estábamos dentro del puerto de Toulon; pero hubo que dar un gran rodeo a causa de los muchos torpedos que se hallaban delante del puerto, cosa natural en estos tiempos de guerra. Aquí teníamos otra dificultad, y era que todos los que venían con nosotros iban a ingresar al momento en masa en el Ejército francés, y nosotros temíamos que si desembarcábamos con ellos nos obligarían a seguirles. Pero la Virgen nos ayudó. Y por medio del Sr. Pascal logramos apearnos en una pequeña lancha, en compañía del mismo. Bajamos a tierra, a la aduana; pero como no teníamos bagajes ni ropa militar, ni nos miraron siquiera; entonces no hicimos más que despedirnos del Sr. Pascal y de algún zuavo francés que allí había, y tomando un coche, Tarabini, Sánchez y yo fuimos directamente a la estación del ferrocarril, como faltaba una hora para salir el tren, quisimos, antes de todo, dar a gracias a Dios por los favores que nos había hecho, y tomamos un guía que nos llevó a la iglesia más cercana. Rezamos un poco allí; pero no hubo tiempo de oír misa (aunque era domingo), porque nos habían aconsejado que parásemos en Toulon lo menos posible, pues había la cantonal en aquel entonces allí. Y tuvimos suerte, pues a otros soldados y oficiales pontificios que se pasearon por la ciudad poco después, vestidos malamente de particular, los tomaron por espías prusianos y los encerraron en una prisión por varios días.

A las ocho y media salimos dichosamente de Toulon por ferrocarril para Valence, donde pensábamos pasar la noche; pero en Marsella, donde nos paramos media hora, vimos a un hermano de un zuavo francés, que nos contó los horrores que estaban haciéndose allí, y nos recomendó siguiéramos adelante hasta Grenoble. Efectivamente, desde Valence, sin pararnos, seguimos hasta Grenoble, donde tuvimos que pasar la noche, porque el tren no continuaba. A las nueve y media de la noche llegamos los tres a Grenoble, y fuimos a descansar en una pequeña fonda. Allí, por primera vez desde muchísimos días que no lo podíamos conseguir, logramos desnudarnos y dormir en buenas camas, que nos parecieron deliciosas, y dormimos magníficamente. 

lunes, 24 de septiembre de 2012

Las Memorias de Alfonso Carlos: Sábado 24 de septiembre de 1870.



SABADO 24 DE SEPTIEMBRE DE 1870

A las ocho de la mañana me desperté; pero quedé en mi camarote. La mar era muy mala, y todos se habían mareado durante la noche, mientras yo había dormido. Tarabini dio vestidos suyos de paisano a Sánchez, que se los puso de cualquier manera, y ya estábamos los tres hechos unos paisanos.

Nuestros vestidos de zuavos y nuestras espadas los atamos juntos y entregamos todo al Sr. Pascal (jefe del Comité de Zuavos franceses), que nos prometió enviárnoslo todo desde Marsella a Austria. Mi espada era la de mi abuelo Carlos V. A las seis y media de la tarde ya se veía la ciudad de Toulon; pero tuvimos que dormir fuera del puerto, pues estaba ya cerrado a esa hora.

La mar era ya buena.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Las Memorias de Alfonso Carlos: Viernes 23 de septiembre de 1870.


VIERNES 23 DE SEPTIEMBRE DE 1870

Por fin, a la una y media de la madrugada, vinieron a llamarnos para marchar, bajo escolta de un Batallón de línea, que iba desplegado a la derecha y a la izquierda de nosotros. Como era de noche y los italianos llevaban hachas encendidas, todo esto aumentaba la tristeza. La idea de que marchábamos de Roma sin poder ver a Su Santidad, y de que le dejábamos en manos tan horribles como las del Gobierno italiano, era lo más terrible para nosotros, por lo que la tristeza nuestra era muy profunda. Poco a poco llegamos a la estación del ferrocarril de Termini, donde nos aguardaban un inmenso tren especial. Allí hicieron entrar en él a todos, por orden de Compañías: los zuavos, los primeros, y, después, los otros soldados.

El tren llevaba 2.000 soldados pontificios prisioneros. Como los vagones donde los pusieron eran de los para animales, y los pobres soldados debían quedar de pie, así llenaron cada vagón con 40 hombres. Esta operación de poner los soldados en los vagones duró varias horas, y después subió en el mismo tren un Batallón de línea italiana para escolta. Nosotros, los oficiales, logramos encontrar vagones de segunda clase donde ponernos, aunque muy estrechos. Yo estaba bastante cómodamente en un coupé con mi Capitán y mi Teniente, pero nos hicieron cambiar y ponernos en otro peor. Al entrar en este coupé quedé pasmado de encontrar allí al Teniente de Zuavos Sr. Mauduit, que todos decían había muerto en la brecha. Al verle le manifestamos nuestro estupor, y, al mismo tiempo, nuestra alegría de hallarle vivo, a Dios gracias.

La guerra había estallado en Europa
En mi coupé había, además, dos oficiales de Carabineros suizos de Su Santidad, y era muy triste pensar que los dos oficiales de Zuavos, siendo franceses, iban a batirse en Francia contra los alemanes, mientras que los otros dos, que eran del Gran Ducado de Baden, iban a batirse con los alemanes contra los franceses. Entretanto, estaban hablando amigablemente entre ellos para ir luego a luchar unos contra otros.

Pasamos varias horas en los vagones dentro de la estación del ferrocarril de Roma, y solamente al amanecer, a las cinco y media, empezó a andar nuestro tren. También éste fue un momento muy triste para nosotros, despidiéndonos de Roma de tal modo. Pero todos pensábamos que pronto volveríamos a echar a esos canallas fuera de la ciudad y dejar otra vez libre a Su Santidad el Papa. Varios soldados pontificios ya dijeron a los italianos  que quedarían poco tiempo dueños de Roma, y los italianos se reían entre dientes, como burlándose de los otros; pero no se atrevían a negarlo, pues conocían que no eran tan fácil el poder quedar ellos en la capital. Nos paramos en la estación de Palo a las siete y media. Allí nos apeamos un momento los oficiales, y vimos a muchos compañeros que no habíamos visto desde muchísimo tiempo acá; allí reímos todavía entre nosotros, y cada uno, por broma, daba al otro los títulos con los que nos habían llamado y saludado los señores emigrados romanos y los soldados italianos al entrar en Roma.

Seguimos luego adelante, y a las nueve y media de la mañana nos paramos en la estación de Civitá Vecchia. Allí nos hicieron bajar a todos. Éste fue un momento de grande confusión; tuve apenas tiempo de saludar a mis compañeros, y ni siquiera logré despedirme de mi Compañía, la sexta del segundo Batallón. Enseguida, los oficiales italianos separaron los zuavos franceses, holandeses, belgas, canadienses e ingleses, unos de otros. Todos fueron repartidos, según su nacionalidad. Yo logré hacer quedar a mi asistente (al zuavo Pablo Sánchez) al lado mío, con mi maleta, mientras los demás de mi Compañía se fueron a otra parte y ya no logré verlos más.

En estos momentos yo no sabía qué hacer, pero mi deseo era el de salir cuanto antes de Italia. Hubo quien pensó enviarme al cónsul de España; pero yo me opuse, pues ya preveía lo que me hubiera hecho éste. Los pobres españoles zuavos quedaron también sin que nadie se encargase de ellos, pues eran carlistas, y tuvieron mucho que padecer. Mientras yo me encontraba en este apuro, una vieja señora francesa (Madame de Jurien), que yo no conocía hasta entonces, vino a hablarme, pues me conoció no sé cómo. Esta buena señora me dijo que era amiga del cónsul francés de Civitá Vecchia, y que si yo quería, ella se encargaba de hacerme embarcar en un barco francés, “L’Oreneque”, donde iban todos los zuavos franceses como en un depósito, para esperar en el puerto de Civitá Vecchia tres días hasta que llegasen barcos franceses en las mensajerías para llevarles a Francia, y otro barco a vapor de las mensajerías francesas, el “Vatican”, que iba cargado con la Legión francesa de Antibes y unos pocos zuavos franceses. Yo no dudé ni un momento, y pedí embarcarme en el “Vatican”, pues mis deseos eran los de marchar lo más pronto posible de allí. En estos momentos vi al pobre Teniente Tarabini (de Zuavos), el cual estaba muy apurado, pues siendo italiano, los italianos le tenían bajo la vista para no dejarle marchar. Yo hablé entonces a la excelente Madame De Jurien para poder llevar conmigo a Tarabini y a mi asistente, y ella me dijo que se encargaría de todo.

Vino entonces el cónsul francés de Civitá Vecchia (Mr. H. De Tallenay), me habló de la recomendación que le había hecho Mme. De Jurien, y dijo que podíamos ir enseguida con él hasta el vapor. Al momento (eran las once y media) salimos de la estación Tarabini y yo, con Sánchez; además iban otros franceses con nosotros, y marchamos al puerto de Civitá Vecchia. Afortunadamente íbamos escoltados por soldados italianos, porque si no, Dios sabe los horrores que nos habrían hecho sufrir los habitantes del pueblo. Un gentío extraordinario nos aguardaba en el puerto y nos silbó e insultó con cuanta voz tenía. Llegados allí entramos en una pequeña lancha para ir a bordo del “Vatican”, y mientras estuvimos a la vista toda esa canalla no paró de gritar e insultarnos y lanzarnos piedras.
También éste fue un momento desagradable; y una despedida como ésta no hizo más que darnos más ganas de volver pronto a Roma y dar a esa gentuza la merecida lección. Por fin, gracias a Dios, a mediodía llegamos a bordo del “Vatican”. Allí encontré a M. Simeón, Teniente de Artillería, que después de la entrega de Civitá Vecchia (donde él se encontraba) había logrado esconderse en una casa de allí y evitar que le enviasen, con los demás prisioneros pontificios de la ciudad, a la fortaleza de Alejandría. Encontré allí al Comandante De Saisy, de Zuavos, con su mujer; al Cap. de Zuavos De Kersabieck, con su mujer (canadesa), y otros pocos zuavos franceses; lo demás todo estaba lleno de oficiales y soldados de la Legión francesa de Antibes.

En el barco me encontraba en mala posición, pues no siendo francés no tenía nada que ver allí, y me miraban de mal ojo. Entonces encontré al excelente monsieur de Puget (ex secretario del Coronel Allet), sargento de Zuavos, que volvía a Francia con su mujer. Este buen señor me dijo que se encargaba de hacerme quedar en aquel vapor. Me llevó a su camarote juntamente con Tarabini y Sánchez, pues a todos nos miraban mal, ya que íbamos todavía con los uniformes de Zuavos y no éramos franceses ninguno de los tres. Después nos recomendó Mr. De Puget que quedáramos en el camarote hasta que marchase el vapor. Varias veces vino el camarero del buque al camarote, queriéndonos hacer salir de allí; por último, a la fuerza, nos hizo subir diciendo que aquel vapor no era para nosotros. Entonces el buen Mr. De Puget se encargó de hacernos volver a su camarote y de tomar para nosotros los billetes, como para cualquier otro, mientras, no siendo franceses, no lo podíamos lograr; además dio una gratificación al camarero para que no nos importunase, como así sucedió.


Estos momentos fueron también muy malos para nosotros y el pobre Conde Tarabini, que siempre temía que vendrían a buscarle los italianos al vapor. Efectivamente, a muchos que estaban en nuestro buque los hicieron desembarcar y pasar al otro, “L’Oreneque”, y lo mismo nos hubiera sucedido a nosotros si no hubiésemos estado tan disimuladamente en aquel camarote. Quedamos escondidos debajo de las camas, cubriéndonos con trajes de paisanos. De ningún oficial de Zuavos pude despedirme, ni siquiera de mi Teniente Derely; pero el buen Capitán Gastebois vino al “Vatican” para despedirse de mí, volviendo luego al “Oreneque”. Nos contó que el ex Comandante pontificio de la plaza Civitá Vecchia (italiano) fue al vapor francés “Oreneque” para hacer desembarcar a todos los zuavos que allí estaban y que no eran franceses; pero el Cónsul francés se condujo admirablemente y protestó, diciendo que debía haber pensado éste antes que una vez en un barco francés estaban en territorio francés y nadie podía sacarlos de allí. Gracias a esta hermosa conducta del Cónsul se marchó el ex Comandante de la plaza sin lograr lo que quería, y ya no vino a nuestro vapor, el “Vatican”, para sacarnos, como hubiera hecho si hubiese logrado sus pretensiones en el “Oreneque”.

Efectivamente, muchos zuavos que no eran franceses aprovecharon el barco francés para salvarse, entre ellos los italianos que no querían quedar en Italia, donde los iban a obligar a servir a ese gobierno infame. En el camarote sacamos la poca ropa de paisano que teníamos y nos vestimos lo mejor que pudimos Tarabini y yo.

Antes de marchar el vapor subimos sobre el puente para despedirnos de Civitá Vecchia. Desde allí pude ver otros barcos cargados de zuavos que iban a Génova, para ser enviados después, Dios sabe cómo, a sus países. Vi también a varios españoles de mi Compañía, y desde lejos los saludé con mi pañuelo.

Finalmente, a las cuatro de la tarde, nuestro vapor salió del puerto de Civitá Vecchia. La mar estaba muy mala, y yo, por miedo del mareo, y además para no hacerme ver en el barco, bajé a mi camarote, y en lugar de comer, pues era la hora de la comida, me eché vestido sobre la cama, y a los pocos minutos me quedé profundamente dormido.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Las Memorias de Alfonso Carlos: Jueves 22 de septiembre de 1870.


JUEVES 22 DE SEPTIEMBRE DE 1870

Nos despertamos por la mañana en la misma prisión, a pesar de habernos dicho la víspera que debíamos marchar durante la noche. Por fin nos anunciaron que marcharíamos, de fijo, por la tarde, pero no sabíamos adónde ni qué cosa iban a hacernos. Toda la mañana fueron trayendo prisioneros a nuestra prisión, en donde nos hallábamos ya reunidos 1.500 hombres; por consiguiente muy apretados y muy mal. Había varios zuavos enfermos con fuerte calentura, pero más querían quedar allí que ir al hospital. Y tenían razón, porque varios soldados enfermos que iban al hospital fueron asesinados en las calles de Roma por la canalla, o, cuando menos, insultados o heridos. Además, el populacho de emigrados romanos asaltaron el hospital militar de Santo Spirito queriendo matar allí a todos los zuavos enfermos o heridos que encontrasen; y fueron las tropas italianas las que, a viva fuerza, se opusieron a esta infamia. Nosotros no tuvimos, en total, más que unos 30 zuavos entre muertos y heridos en Roma, pero en el hospital había un número bastante grande de zuavos y otros soldados pontificios enfermos.

Manuel Echarri vino también el día 22 a verme, para traerme algo, y logró entrar en el cuartel o prisión nuestra gracias a una tarjeta de un oficial italiano (Sandri), que había estado de guardia en dicha prisión el primer día, y que por recuerdo nos había dejado su tarjeta. Mucho me alegré de ver al excelente Manuel, y le encargué telegrafiara a mamá que estaba prisionero sin novedad, y que volvería, tal vez, por Suiza a Graz. Además le encargué que hiciera las maletas y marchase a Graz, lo más pronto posible, con todas mis cosas. Él lo hizo así, marchándose el sábado por Ancona y Trieste , y llegando felizmente con todo a Graz.

A las once, poco más o menos, vimos pasar toda la artillería italiana, que recibió la orden de marchar de Roma; ésta era muy numerosa. Los oficiales de Artillería italiana son los más finos  de todo el ejército, y también con nosotros fueron muy amables. Los fusiles de los italianos son malos, pues tiene los antiguos fusiles de aguja de los prusianos. En cambio, la Artillería italiana está muy bien montada. Un zuavo de mi Compañía (el clarín Bigelli) dijo algunas palabras de insulto que los oficiales italianos oyeron, y entonces le hicieron detener al momento y le ataron a la reja, fuera de la prisión, con las manos detrás de las espaldas, y al sol, lo que era bastante cruel, y allí le dejaron por espacio de dos horas. A otros soldados pontificios también les hicieron lo mismo.

Durante el día tuvimos en nuestra prisión la agradable visita de Madame Kanzler (esposa del General Ministro de la Guerra), la cual tuvo el valor de venir sola desde San Pedro, en donde estaba su marido, únicamente para visitar a los prisioneros. Cambió moneda a todos los que querían. Estuvo un rato allí con nosotros, y fue ella la que nos dio las mayores y más exactas noticias de lo que hacía Su Santidad y de lo que sucedía en Roma. Nos trajo para leer la capitulación del ejército pontificio, hecha entre el General Cadorna y el General Kanzler (que yo copié), y así vimos cómo los italianos no habían cumplido con esta capitulación. Trajo también la carta que Su Santidad había escrito al General Kanzler la víspera del ataque de Roma, para mandarle que al momento que la brecha fuese abierta se pusiese la bandera blanca y se concluyese la defensa. Esta carta (que copié también) nos explicó todo lo que había sucedido la antevíspera, y que antes no pudimos comprender. De este modo se ve que si nos hemos tenido que rendir tan pronto fue únicamente para cumplir las órdenes de Nuestro Soberano, porque los deseos de todos los soldados, y en particular de nosotros los zuavos, eran muy distintos.

Supimos los horrores que se habían cometido en Roma contra algunos pobres zuavos aislados. Algunos fueron muertos cruelmente, arrastrándolos; otros, ahorcados en los faroles; a otros les arrancaron los ojos, etc. Ésta era la civilización que los italianos decían que habían traído a Roma.

Las gentes de Roma

Algunos oficiales pontificios que quisieron ir a sus casas para salvar y coger un poco de dinero y alguna ropa para el viaje, fueron atacados en sus propias casas por canallas de emigrados en gran número, y apenas se salvaron con el auxilio de oficiales del ejército italiano, que se pusieron delante para protegerlos. Hay que reconocer que varios oficiales italianos se condujeron muy bien, protegiéndonos. La mayor parte de los oficiales y todos los soldados de Zuavos perdieron todo lo que tenían, que quedó en los cuarteles, lo que la canalla saqueó al momento. Y eso que había en los zuavos señores muy ricos, y todos los demás también tenían un poco de dinero. Estos pobres se vieron precisados a abandonar Roma, marchando en completa miseria, y condenados así a sufrir en el viaje, hasta llegar a sus casas, en los diferentes países.

Varios oficiales de Zuavos fueron heridos en la ciudad por el pueblo y estuvieron en peligro de perder hasta la vida en estos primeros días de verdadera revolución. Yo no quise moverme del cuartel del Macao, y me hallé muy contento de ello, a pesar que otros saliesen de allí para comer mejor, quedando escarmentados. Bajo palabra de honor podían salir los oficiales de ese cuartel, pero nadie aseguraba que la gente no los insultase o matase por las calles. Yo comí algo en la prisión, y por la noche los zuavos españoles encontraron en un rincón unas patatas, que cocieron  y las comimos juntos en la misma cazuela, todos con las manos. A los soldados prisioneros les dieron hoy galleta y queso y un poco de carne salada, que olía a podrida en su mayor parte.

Esta tarde supimos que todas las tropas pontificias que habían capitulado la víspera en la plaza de San Pedro habían sido conducidas a pie hasta la estación de Macarese, fuera de Puerta Portese, y que de allí habían sido transportadas esta mañana a Civitá Vecchia en el ferrocarril, bajo escolta italiana. El General Kanzler había escrito una carta de despedida, que leyó o dio al ejército pontificio al momento de despedirse de él en la plaza de San Pedro. El General quedó en el Vaticano, al lado de Su Santidad.

Los oficiales de Zuavos que estaban en mi prisión se hicieron traer alguna ropa de paisano por medio de algún conocido; pero el orden era tan grande en Roma en esos días, que varios coches que traían de estas cosas para los prisioneros fueron parados en medio de la ciudad, robando todo lo que llevaban en ellos. Esto sucedió hasta con un coche de un ataché de la Embajada de Francia. Además, se tiraban las cosas al río si se sospechaba que fuesen para los zuavos. También tiraron al río Tíber esos héroes de brigantes, a una pobre monja que encontraron en la calle. En fin, no se concluiría nunca, si se quisiesen recordar todas las infamias que se cometieron en esos primeros días en Roma.

Por la tarde del día 22 nos avisaron que, de fijo, marcharíamos a las once de la noche. Mucho nos alegró esta noticia, pues los tres días en esa prisión eran muy largos y ya iban haciéndose insufribles por los muchos que estábamos allí dentro. En nuestro cuarto ya no se aguantaba más por el terrible olor. Desde las ventanas del cuartel veíamos las montañas de Frascati, Rocca di Papa, Albano, etc., y el día era tan claro, que se distinguía cada cosa. No puedo decir la tristeza que nos daba pensar que abandonásemos todos esos puntos deliciosos en manos de esos canallas de italianos. Por la noche nos pusimos a descansar un poco, y a las once ya nos arreglamos para marchar, y, lo mejor que se pudo, se reunieron las Compañías y los diferentes Cuerpos entre ellos. Pero todavía nos hicieron esperar dos horas y media.

Las Memorias de Alfonso Carlos: Orden del día con la cual el General Kanzler se despidió de sus soldados.


ORDEN DEL DIA CON LA CUAL EL GENERAL KANZLER SE DESPIDIO DE SUS SOLDADOS

“Oficiales y soldados:

Ha llegado el momento en que debemos separarnos y abandonar el servicio de Su Santidad. Roma ha sucumbido; pero gracias a vuestro valor, a vuestra fidelidad y a vuestra unión, ha sucumbido con honor.

Alguno se quejará tal vez de que no hayamos llevado más lejos la resistencia; pero una carta de Su Santidad, que publico a continuación, os explicará todo.

Este testimonio del augusto Pontífice será un consuelo para todos y la mejor recompensa que en las actuales circunstancias podemos obtener.

Debo haceros conocer que habiendo sido disuelto el Ejército por fuerza mayor, se ha dignado Su Santidad relevaros de vuestro juramento de fidelidad.

Adiós, queridos compañeros de armas; acordaos de vuestro jefe, que conservará eternamente le agradable recuerdo de todos vosotros.

Roma, 20 de septiembre de 1870.

El general pro-ministro,
H. Kanzler.”

Las Memorias de Alfonso Carlos: Carta de Su Santidad al General Kanzler la víspera de la toma de Roma


CARTA DE SU SANTIDAD AL GENERAL KANZLER LA VISPERA DE LA TOMA DE ROMA

“Señor General:

Al momento que va a consumarse un gran sacrilegio y la mayor de las injusticias y que las tropas de un Rey católico, sin provocación y sin la menor apariencia de cualquier motivo, están rodeando con sitio la Capital del Orbe Católico, me veo antes de todo precisado de dar las gracias a V., Señor General, y a todas nuestras tropas por el generoso comportamiento que hasta ahora han tenido, por el cariño que han demostrado hacia la Santa Sede y por el deseo de consagrarse enteramente a la defensa de esta capital.

Quiero que estas palabras sean un solemne documento que certifiquen la disciplina, la lealtad y el valor de las tropas al servicio de esta Santa Sede.

Ahora, por lo que toca al tiempo que deberá durar la defensa, me veo en la precisión de mandar que ésta no consista más que en una protesta que sirva para constatar la violencia, y nada más: es decir, que deberán abrirse los preliminarios para la rendición al momento en que quede abierta la brecha.

En momentos en que toda Europa deplora las numerosísimas víctimas, consecuencia de una guerra entre dos grandes naciones, no pueda decirse que el Vicario de Jesucristo, a pesar de ser injustamente atacado, tolere un grande derramamiento de sangre. Nuestra Causa es la de Dios, y nosotros depositamos en Sus manos toda nuestra defensa.

Bendigo muy de corazón a V., Señor General, y toda nuestra tropa.

Desde el Vaticano, 19 de septiembre de 1870.

Pío Papa IX”

viernes, 21 de septiembre de 2012

Las Memorias de Alfonso Carlos: Miércoles 21 de septiembre de 1870.


MIERCOLES 21 DE SEPTIEMBRE DE 1870

Por la mañana, al despertarnos, tuvimos el gusto de ver llegar al mismo cuartel del Macao a los zuavos de la tercera y de la cuarta del primero. Estos pobres, desde la brecha donde habían sido hechos prisioneros la víspera, cuando nosotros en Puerta Pía, los llevaron hasta la plaza del Pópolo entre los insultos de toda la canalla, y hoy (miércoles) temprano los trajeron al Macao, pasando por el Corso, plaza Colonna y Termini. Con mucho gusto nos saludamos entre prisioneros; y el traernos aquí estos otros zuavos nos dio a conocer que no nos iban a fusilar, sino que sufriríamos  la misma suerte que todos los demás. Sin embargo, yo no me quise dar a conocer a los italianos, pues era muy fácil que sabiendo quién era me infiriesen algún insulto más, y pasé como todos los demás oficiales.

Con estas Compañías prisioneras llegaron cuatro oficiales de Zuavos, es decir, los Capitanes Coessin y Desclée, el Teniente Van der Kerkowe y el Subteniente Bonvalet, además, el ayudante Nini, de nuestro Batallón. Nos contaron todos los insultos y malos tratos que habían padecido, que eran mayores de los nuestros, especialmente por haberles hecho atravesar toda Roma. A cada momento iban trayendo zuavos prisioneros, de varias Compañías, encontrados en la ciudad.

Por unos zuavos de la quinta del segundo supimos cómo fue el abandono de Puerta Pía, antes de nuestra llegada allí. En esa Puerta estaba para defenderla la quinta del segundo, que se batió duramente toda la mañana del día 20. A las nueve y media de la misma recibieron orden de retirarse a Termini, para hacer allí una fuerte defensa cuando entrasen los italianos. Al momento se retiró la quinta del segundo, abandonando la Puerta Pía, pues los artilleros habían muerto, quedando inutilizadas ya las dos piezas pontificias en la Puerta. La misma retirada la ejecutaron las Compañías que estaban en el Macao (a la derecha de Puerta Pía). Estando nosotros en Puerta Salara, vinieron a decir al Comandante Troussures que la Puerta Pía estaba abandonada, y como el Comandante no sabía nada de las órdenes que había recibido la quinta del segundo, mandó enseguida a mi Compañía a Puerta Pía.

Los italianos cometieron la infamia de seguir bombardeando la ciudad, a pesar de haber cesado el fuego a las diez las tropas pontificias, y que sólo quedábamos luchando las Compañías de Zuavos que desde la Puerta Pía ocupábamos la Villa Bonaparte hasta la Puerta Salara. Nosotros teníamos derecho a seguir defendiéndonos, mientras que el enemigo continuaba bombardeando y, sobre todo, porque no sabíamos nada de lo había pasado ya en los diversos puntos de la ciudad.

A las diez de la mañana ya se había firmado en la Villa Albani una capitulación entre el General Cadorna, Comandante del cuarto cuerpo del ejército italiano, y el General Kanzler, para la entrega de la ciudad de Roma. Pero los italianos no cumplieron con la capitulación hecha, y, lo que es peor, siguieron haciendo fuego hasta las once, una hora después; por lo cual, el bombardeo de Roma duró seis horas. La Puerta Pía sufrió horriblemente: las estatuas de mármol fueron rotas, y hasta pedazos enormes de mármol de la Puerta fueron hechos trizas. El bombardeo fue terrible, aunque duró pocas horas. Yo tenía en mi Compañía a un prusiano que se había batido en Koniggratz el año 1866, y me dijo que durante aquella batalla no había oído tanto cañonazo como aquí en el sitio de Roma.

En la mañana del día 21 vimos entrar en la plaza, delante del cuartel del Macao, toda la artillería italiana, y más tarde los artilleros italianos fueron a tomar las piezas pontificias y las trajeron también aquí a esta gran pradera. No podíamos menos de quedar sumamente afligidos al ver las hermosas piezas de Su Santidad, en gran parte regalo de los católicos de Bélgica, caídas en manos de semejantes bribones.

El Gobierno italiano debía pagar a los oficiales prisioneros tres francos diarios, según las órdenes del General Cardona; pero, en lugar de hacerlo así, se ve que alguien se los guardó, porque en los tres días que estuvimos en la prisión sólo nos pagaron el primero. Naturalmente, no quisimos tocar monedas que nos venían de nuestros enemigos, y las dejamos también el primer día, sin tomarlas. Durante el día de hoy dieron a los zuavos prisioneros un pedacito de pan galleta, y otro de queso, para cada uno. Nosotros, los oficiales, mandamos hacer un poco de comida en la cantina del cuartel, y así comimos algo durante el día. Después de mediodía trajeron muchos más soldados pontificios, de todos cuerpos, a nuestra prisión del Macao. Hubo varios italianos que, al oír el nombre del Macao, nos preguntaron si era ese el famoso campo del Mac-Mahón. Se ve que la instrucción de esta gente no era muy profunda.

Al mediodía, o poco después, vinieron a nuestra prisión varios señores de la Embajada de Bélgica y de la de Francia, para ver si necesitábamos algo; y sólo por medio de éstos supimos todo lo que había pasado en Roma mientras antes nada sabíamos absolutamente. Nos dijeron que la víspera, después de la capitulación, todas las tropas pontificias se habían retirado a la ciudad Leonina; que Su Santidad seguía en Roma, y no quería marchar de ninguna manera, quedándose en el Vaticano como prisionero. Supimos que por la mañana, en la plaza de San Pedro, las tropas pontificias habían capitulado con las debidas formalidades y entregado sus armas a los italianos, y que Su Santidad había dado la última bendición desde su ventana a sus tropas, y después de ésta se había desmayado, por la gran pena que le dio esa despedida.

Supimos que el infame General Biscio quería que se entregasen los zuavos prisioneros al furor del pueblo; pero que Cadorna se opuso a esta crueldad, y que el Gobierno nos enviaría a nuestros países.

Por medio de un señor ataché de la Embajada de Francia o Bélgica envié un billetito a mi casa, a Manuel[1], para pedir que me trajese ropa de paisano, pues nada tenía en la prisión. Además envié a casa mi revólver, quedándome con mi sable. Poco tiempo después Manuel logró llegar hasta la puerta de la pradera del Macao, a pesar de muchos insultos, piedras y salivazos que le tiró la canalla que le veía venir para vernos. El buen Manuel me trajo un saquito con ropa de paisano, dinero y pasaporte. También me trajo una carta de mi querida mamá, que leí en la prisión con mucho gusto, y fue la primera que recibí desde muchísimo tiempo; ésta tenía la fecha del 17. Por la tarde vino a verme el buen Marqués de Villadarias.

Todo el día fueron viniendo soldados pontificios prisioneros. Muchos de ellos eran de los que habíamos visto en Termini la víspera, y que capitularon ese día en el mismo punto. Con éstos llegaron seis o siete zuavos de mi Compañía, de los que habían marchado de Puerta Pía antes de que nos cogiesen. Por la tarde ya éramos unos 1.000 soldados pontificios en la prisión, y unos 12 oficiales. Los soldados se ocuparon todo el día en destruir todo lo que encontraban en ese cuartel, diciendo que así, a lo menos, no gozarían de ello las tropas italianas; destruyeron uniformes, cajas, ropas, etc; en fin, todo lo que encontraron.

Por la tarde empezaron todos los prisioneros a cantar el Himno de Pío IX, a despecho de las tropas italianas que estaban alrededor del cuartel, y, como aquellos eran muchos, también el ruido era muy fuerte. Los oficiales italianos hablaron bastante con nuestros oficiales de Zuavos y también con nuestros soldados; pero como éstos sabían más que ellos, tenían que dejar las disputas a la mitad. Yo procuré hablar lo menos posible, para no darme a conocer. Después, varias veces mandé callar a nuestro Sargento mayor Kersabieck y otros zuavos, señores franceses, porque se ponían a disputar con los oficiales italianos y se exaltaban bastante en la discusión.

Los oficiales italianos querían persuadirnos que ellos tenían todo el derecho de tomar a Roma, pues decían que donde hay religión y curas no hay civilización ni progreso de ninguna manera;  después decían que ellos también eran cristianos, pero que veían las cosas como eran realmente. Para probar su derecho sobre Roma, un oficial italiano decía a mi Teniente Dereley que si los prusianos fuesen ya dueños de París y lo restante de Francia estuviese en manos de los franceses, a ver si no era justo que los franceses fuesen a atacar a París y echasen de allí a los prusianos. A lo cual contestó el Teniente Derely muy bien, diciendo que si, al contrario, los prusianos fuesen ya dueños de toda la Francia y no quedase en manos de los franceses más que la ciudad de París, a ver si sería justo que los prusianos fuesen a atacar al mismo París y echar los últimos franceses que allí quedaban. A esta contestación tan clara, el oficial italiano tuvo que callarse.

Otros oficiales italianos hablaron también mucho; pero todos tenían, como es natural, principios horribles y enteramente antirreligiosos, mientras que entre los soldados de línea se veía que había buena gente del campo. A ningún soldado prisionero dejaban salir de la puerta de la prisión, delante de la cual estaban dos centinelas italianos. Ya se puede figurar, con tanta gente en un cuartel que no es muy grande, lo que sería con respecto a suciedad. Nuestro cuarto de oficiales confinaba con un pequeño corredor que conducía a cierto lugar (¡). Este corredor se había vuelto un canal, y ya corría este canal dentro de nuestro cuarto, pasando por debajo de la puerta y, por consiguiente, el olor en nuestro cuarto no era el de rosas.

Al anochecer, nuestros soldados pontificios se pusieron a hacer tanto ruido, que los oficiales italianos se enfurecieron y amenazaron con hacer fusilar a algunos si no callaban. Cantaban el Himno de Pío IX y otras canciones. A las diez de la noche todos se quedaron tranquilos. Nosotros, los oficiales dormimos vestidos, sobre colchones, en el suelo, en ese cuarto que apestaba.


[1] Manuel Echarri, español que fue estudiante de Medicina y fiel servidor de Carlos V, Carlos VI y del Infante Don Alfonso.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Las Memorias de Alfonso Carlos: Martes 20 de septiembre de 1870.

MARTES 20 DE SEPTIEMBRE DE 1870


A las cuatro y tres cuartos de la mañana empezamos a oír cañonazos. Yo dormía tan bien, que no podía despertarme, y fueron los otros oficiales los que me dijeron que ya se oía el cañón. A las cinco los cañonazos eran más frecuentes, siempre en la dirección de Puerta Salara y Puerta Pía. Pocos minutos después de los primeros cañonazos, ya estaba mi Compañía formada en el pequeño camino donde habíamos dormido la noche anterior.

Mi Compañía estaba de reserva, a las órdenes del Coronel, para ser enviada al punto de mayor peligro por donde atacasen los italianos. Entretanto, todas las Compañías de Zuavos de que hablé antes, y que ocupaban la zona mandada por nuestro Coronel, desde la Puerta Pía hasta la Puerta del Pópolo, estaban en guerrillas sobre las murallas, y a las cinco, o poco más, empezaron los nuestros a hacer fuego contra la Villa Borghese y la Villa Albani. Pero todas estas Villas estaban rodeadas de árboles y los italianos se escondían detrás de ellos, haciendo fuego sin que los zuavos pudiésemos verlos.

La Villa Borghese llega hasta las murallas de Roma, pero está fuera de la ciudad. En la Puerta del Pópolo estaba la cuarta del tercero de Zuavos, y creo que también la tercera del tercero; pero por allá no atacaron los italianos. Ya se oían también las balas delante de la Villa Médici; nosotros nos paseábamos por allí para ver lo que sucedía. Yo subí sobre las murallas para observar mejor la Villa Borghese; pero apenas se distinguía que había gente, sin ver a nadie a causa de los muchos árboles; sin embargo, los zuavos tiraban con mucho empeño y es probable que alguno de los italianos haya quedado herido. Nosotros tuvimos tiempo de tomar nuestro café con el acompañamiento de la música de los cañones.
                            
Estábamos muy impacientes por ir al fuego. A las cinco y cuarto pasó a caballo el Comandante de nuestro Batallón, Troussures, con el ayudante mayor, Capitán  De Ferron, y fueron, por la Villa Ludovisi y Bonaparte, hasta la Puerta Pía, para ver lo que sucedía y lo que había que hacer. A las cinco y tres cuartos ya volvió el Comandante Troussures, diciendo que el bombardeo era muy fuerte, que los dos cañones de Puerta Pía hacían tanto fuego como podían, y que las Compañías de Zuavos de dicha Puerta, especialmente la quinta, hacían una gran defensa. El ejército italiano ya estaba en vista y hacía mucho fuego. En fin, dijo que parecía que el ataque empezaba de veras. Y enseguida, con el consentimiento del Coronel, mandó que la sexta del segundo (mi Compañía) marchase a la Villa Ludovisi. Esta noticia fue recibida por mi Compañía con un gozo extraordinario y se veía la alegría en las caras de todos los soldados.

En un momento llegamos (antes de las seis) a la Villa Ludovisi y nos paramos en el centro del jardín, contra las murallas, quedando prontos para acudir a cualquier punto. Allí se oían mejor los cañonazos, y ya iban pasando sobre nuestras cabezas balas y granadas. Nosotros estábamos esperando y nos sentamos en el suelo; yo recomendé a mis soldados que se sentasen hacia delante, par que si les tocaba una bala no quedasen heridos por la espalda. En las murallas, detrás de las aspilleras, había zuavos de la cuarta del segundo y tiraban contra la Villa Borghese. A poca distancia de nosotros quedó herido un zuavo en una pierna, y supimos luego que el primer muerto pontificio había sido un médico de los Suizos, así como que el pobre Doctor Vincenti (Médico mayor de Zuavos) había sido herido de gravedad en una pierna.

Poco tiempo después pasó delante de nosotros, a caballo, nuestro Coronel Allet, tan sereno como si fuese a paso. Marchó a la Puerta Salara para ver allí lo que pasaba. Luego vimos a varios soldados de Ingenieros que corrían hacia la ciudad y los paramos; pero ellos dijeron que no querían quedar allí, porque el enemigo hacía fuego, y se sirvieron de sus piernas para escaparse. Nosotros no les hicimos nada, pero les tratamos de cobardes, como merecían. Venían de concluir los trabajos cerca de la Puerta Salara.

El fuego se hacía más lleno. A las seis y media, o poco más, vino el Comandante Troussures y nos mandó a la Puerta Salara. Fuimos allá, atravesando toda la Villa Ludovisi, y pasando por un punto donde había 12 barricas de petróleo, por si acaso abriesen allí la brecha los italianos, al entrar ellos prender fuego al petróleo. En ese punto hicimos tirar a los zuavos todos los cigarros que iban fumando, pues era peligroso. Llegamos A Puerta  Salara;  pero como allí estaba la sexta del primero, nos mandaron entrar en el jardín de la Villa Bonaparte, que está al lado derecho de Puerta Salara. Llegamos allí cuando ya empezaba a abrirse la brecha, que (según los mismos italianos nos dijeron después) fue abierta por el fuego de 90 cañones, puestos, primero a 1.000 metros, y después, a 800, de las murallas. En este punto fue donde más peligro tuvimos, y puedo decir que resultó milagroso que ninguno de nosotros fuera herido en ese tiempo. El ruido de las bombas, granadas y schrapnels que caían contra la muralla, y en el jardín contra los árboles de Villa Bonaparte, era terrible, pues las granadas caían como una lluvia, rompiendo  grandes árboles y haciendo caer las murallas.

El Coronel Allet mandó enseguida que nuestra Compañía adelantase un poco más, hasta cerca del punto donde iba abriéndose la brecha, para estar más prontos en cuanto concluyeran los cañonazos y llegaran al asalto los italianos, para ir nosotros a la bayoneta a defender la brecha. Después hizo poner la primera sección (que yo mandaba) casi frente a la brecha, a unos 80 pasos, desplegados en guerrilla detrás de los árboles. Yo hice poner a todos mis soldados de rodillas para que tuviesen menos peligro; pero yo debía vigilar la sección, y por eso me paseaba delante de mis zuavos.

La brecha iba abriéndose delante de nosotros, a poca distancia, a la derecha de Puerta Salara. Las murallas eran del tiempo de Belisario y caían muy fácilmente. Junto a nosotros caían granadas y reventaban a pocos pasos, sin que los pedazos que saltaban en el aire  nos tocasen. La segunda sección había quedado junto a la muralla, con el Capitán y el Teniente. El Coronel, que no conoce el miedo, se ponía delante de todos a caballo, por lo cual estaba en un peligro terrible, y miraba la brecha que se abría con admirable serenidad

Poco después de las siete llegó el Comandante Troussures y persuadió al Coronel de que era inútil exponer la Compañía de esa manera, porque aunque no estuviésemos delante de la brecha, siempre teníamos tiempo de correr a ella en cuanto cesara el fuego de los cañones. Entonces me mandaron reunirme a la otra sección y yo hice salir a mis soldados de detrás de los árboles, y reunimos la Compañía cerca de la Puerta Salara, en la misma Villa Bonaparte, a unos 100 metros de donde había empezado la brecha.

Desde aquí se veía muy bien la repetida brecha, que ya tenía una achura de 20 metros. Estando aquí, una granada vino a caer a unos tres pasos de mí, después de pasar sobre las cabezas de todos los de mi Compañía. Por gracia de Dios no reventó, pues si no, hubiéramos quedado muertos muchos. La brecha seguía ensanchándose y las balas y granadas se cruzaban, pues recibimos algunas por delante de nosotros y otras de costado.  Paramos nuestra Compañía enteramente contra las murallas, pero tampoco allí había seguridad, y a cada lado veíamos venir en el aire hacia nosotros, teniendo tiempo para echarnos al suelo, a fin de que al reventar no nos tocasen los pedazos, que generalmente saltan hacia arriba.

El Comandante Troussures volvió allí a las siete y cuarto, y viendo cómo todavía estábamos muy expuestos sin necesidad, nos mandó salir del jardín, y pusimos nuestra Compañía en una especie de patio que se hallaba entre la Puerta Salara y el jardín Bonaparte. Allí cerca, detrás de una pared, estaba la cuarta Compañía del segundo Batallón (Cap. Berger, Ten. Rabé, S. T. Bouquet). Mi Compañía se puso al abrigo, detrás de una muralla del jardín. Dejamos un zuavo en el punto donde estábamos antes para vigilar la abertura de la brecha y ver si adelantaba. Yo fui varias veces a ver la brecha, a pesar de las granadas que barrían el camino. A las siete y media vino adonde estábamos el capellán inglés de Zuavos Monseigneur Stohner, y habiéndose puesto de rodillas todos los de mi Compañía, nos dio la absolución “in articulo mortis”. En ese momento, como yo había ido a ver la brecha y llegué un momento más tarde, me puse de rodillas en medio del camino por donde pasaban las granadas, y si la absolución dura un poco más me alcanza alguna de ellas. Nos levantamos entonces más animados que antes, si era posible estarlo, y cubiertos como íbamos de medallas, cruces y escapularios, confiábamos que el Señor nos ayudaría, como lo había hecho hasta entonces, pues era extraordinario que nadie de mi Compañía estuviese todavía herido.

Algunos españoles de mi Compañía se juntaron entonces a rezar el Rosario, entre ellos Martí, Sánchez, Gutiérrez y mientras rezaban, Martí, un valenciano, recibió un pedazo de granada en la nariz, que no le hizo más que una pequeña rascadura en la piel, y así le dejó un pequeño recuerdo. A otro zuavo de mi Compañía le cayó un pedazo de granada (que había reventado al lado) dentro del saco de pan, sin hacerle la más pequeña herida. Era éste el zuavo Clavero (de Málaga), quien me enseñó el casco de Granada, que todavía estaba muy caliente. Estas y otras casualidades por el estilo nos llamaban mucho la atención. Nuestros zuavos rezaban con la mayor devoción, a pesar del ruido que oíamos por todas partes.

A las siete y tres cuartos el Comandante Troussures nos mandó cambiar de posición, y pusimos nuestra Compañía al lado de la Puerta Salara, sobre el camino que va desde la Puerta Pía a la Puerta Salara, colocándonos contra una muralla del mismo camino que cercaba la Villa Bonaparte. En este tiempo el Capitán Ayudante, Mayor de Fumel, fue a pie por en medio del jardín Bonaparte hasta la Puerta Pía, por orden del Comandante Troussures, para ver lo que sucedía allí, y fue con grande peligro de su vida.

En la Puerta Salara, que estaba llena de tierra hasta la mitad y barricadeada por dentro, se encontraba, como ya dije, la sexta del primero (Cap. Joubert).

A las ocho, el Comandante Troussures nos mandó retirar de este punto y ponernos al principio de la Villa Ludovisi, a pocos pasos de la Puerta Salara, contra una pequeña casita. Apenas habíamos concluido este movimiento cuando llegó una granada contra la pared debajo de la cual habíamos estado unos dos minutos antes, y echó a tierra buena parte de la muralla en el mismo punto de donde acababa de marchar mi Compañía. Todos quedamos parados al ver esto, y dimos gracias a Dios por habernos tan visiblemente librado de semejante peligro, pues si no hubiésemos marchado de allí seguramente habríamos tenido varios muertos y heridos en ese punto. A las ocho y cuarto llegó allí, al lado de nosotros, la primera Compañía del tercer Batallón (Cap. Thomalé, Subteniente Garnier y Scarsez) como refuerzo, y también se paró en la Villa Ludovisi. El fuego no cesaba nunca ni un momento, y era tanto el ruido, que nos habíamos vuelto sordos.  ¡Ya pensábamos lo que sería el sitio de Estrasburgo! Al lado de la Puerta Salara, sobre las murallas estaban los zuavos de la sexta del primero, y a cada granada que caía junto a ellos gritaban: “¡Viva Pío IX!” de modo que a los primeros gritos creíamos era un herido que llamaba, porque no podían distinguirse las palabras. Un sargento de la misma Compañía estaba con tres o cuatro zuavos sobre las murallas en un punto donde caían tantas granadas y balas que temblaba el muro y corría mucho riesgo de caerse con él; pero este sargento, con muchísimo valor, siguió allí apuntando al enemigo, muy tranquilamente.

Al lado derecho de Puerta Salara, sobre las murallas, un zuavo francés (Estourbillon) tiraba sobre el enemigo, y con gran atrevimiento levantaba la cabeza por encima de la muralla para apuntar mejor. Pero una bala enemiga le entró por la frente, saliendo por detrás de su cabeza. El pobre zuavo, sin pronunciar una palabra, cayó al suelo al instante. Un sargento de Zuavos tuvo el calor de tomarle sobre sus espaldas y bajarle de las murallas; pasó por delante de nosotros con el muerto, que tenía los sesos por fuera de la cabeza y le caía la sangre por todo su cuerpo, y le llevó hasta la entrada de la Villa Ludovisi (cerca de la primera del tercero), donde estaba la ambulancia. A todos produjo mucha impresión el ver esta primera víctima, pensando que lo mismo podía sucedernos a nosotros. Yo me fui detrás del cadáver e hice bajarle del coche en donde los zuavos le colocaron, pues me parecía inútil poner en él a un muerto, mientras se podía necesitar luego para los heridos. El coche era un ómnibus de una fonda, con caballos del tren, pero allí no había médico ni capellán. Pusieron al zuavo Estourbillon en el suelo, sobre la hierba, y todavía el pobre torció los ojos e hizo gestos, abriendo la boca, pero seguramente había muerto. Pensé que ése iría directamente al Cielo como un mártir.

El Sr. De Cristen (Oficial de Estado Mayor), que estaba en la Puerta Salara cogió luego el fusil de este pobre zuavo para servirse de él; pero tuvo que limpiarle todo con su pañuelo, pues estaba cubierto de sangre y con partículas de sesos del pobre muerto. Los oficiales de las tres Compañías que estábamos allí nos sentamos contra el terraplén, delante de la Puerta Salara, y a cada momento teníamos que sacudirnos, pues saltaban sobre nosotros pedazos de piedras y cal de la puerta. Gracias a Dios, nadie fue herido.

Las balas de los cañones italianos caían muy bien en el punto que querían sus artilleros, y la brecha se había abierto de tal manera, que ya tenía 40 metros de anchura. No se puede explicar el destrozo que estaba haciéndose en el jardín y en la casa de Bonaparte después de una lluvia de granadas tan abundante y por tantas horas. El Capitán de Fumel volvió allí sin la más pequeña herida, pasando por delante de la brecha, y nos alegramos mucho de verle, pues ya le creíamos muerto. Él nos dijo que en Puerta Pía se batían muy fuertemente y que los italianos iban avanzando ya en masas enormes por diversos puntos. Ya tenían sus cañones a unos 800 metros de la ciudad.

En estos momentos llegó en coche un ayudante de Zuavos con muchas municiones para nosotros, y las pusimos dentro de la casita que estaba al lado de la Puerta; pero, desgraciadamente, no nos sirvieron. Este ayudante nos dio la noticia de que en el Pincio habían quedado heridos dos Oficiales de Zuavos; el Teniente Brondois, que mandaba allí la Compañía de Subsistencia, y el Teniente Niel, a quien iban a cortar a pierna, pues estaba muy mal herido. Muchos sentimos esta noticia.

A las nueve y cuarto el Comandante Troussures envió al ayudante Nini a la Puerta Pía para traer noticias de lo que pasaba allí. Poco después volvió el ayudante diciendo que no había nadie para defender aquel punto y que las dos piezas de artillería estaban desmontadas y sin tener quien las sirviera. Al saber esto el Comandante Troussures quiso enviar allá a la primera del tercero; pero luego vio que la sexta del segundo estaba muy cerca, y dio orden a mi Capitán M. Gastebois, para que fuese con su Compañía lo más pronto posible a defender la Puerta Pía. Éste fue otro momento de grande gozo para mi Compañía, viendo que íbamos a batirnos cuanto antes cuerpo a cuerpo.

Atravesamos todo el jardín de la Villa Bonaparte, y no es posible decir el estado de destrucción en que se encontraba. Trabajo tuvimos para pasarle, pues los caminos estaban llenos de grandes ramas y pedazos de árboles, y además, todo el suelo cubierto de cascos de granadas y otras sin estallar. Yo llevé una de éstas un buen rato; pero luego la tiré, pues pesaba demasiado. Llegamos a la reja de hierro del jardín y estaba rota, como si fuese de madera. Atravesamos la Vía Pía y entramos en la Villa Torlonia. El Capitán hizo quedar al principio del jardín al Teniente Derely con la segunda sección, yo seguí con el Capitán y la primera sección hasta las murallas, en el mismo jardín, a unos 60 metros de la Puerta Pía, donde nos paramos. Todo el camino desde Puerta Salara hasta Puerta Pía lo anduvimos mientras caía una lluvia de granadas a nuestro lado y estábamos al descubierto. Pero fue milagroso que en toda mi Compañía no tuviésemos ni un herido, lo que reconocimos todos nosotros, dando gracias a Dios por su visible protección.

Junto a las murallas encontramos un cabo y diez hombres de la tercera del primero, que estaban allí destacados, mientras estaba la fuerza restante al lado izquierdo de Puerta Pía, también sobre las murallas, y fue una de las Compañías que más fuego hizo; tenía por jefes al Capitán de Coessin, Teniente Van der Kerkowe y Subteniente Bonvalet.

Pocos minutos después llegó allí a caballo el Teniente Van der Kerkowe y nos dio noticias; dijo que los italianos adelantaban mucho hacia la Puerta. Nosotros quisimos subir sobre las murallas para poder tirar sobre el enemigo; pero no fue posible, pues como Roma no está hecha para defenderse, tampoco había aspilleras allí, ni puesto para poner gente. El Capitán se expuso para subir sobre las murallas, pero luego se convenció que no era factible. También aquí volaban por el aire las granadas y hacían destrozos al caer y reventar. La Villa Torlonia padeció mucho; pero la Villa Bonaparte tenía el tejado destruido enteramente y la casa estaba ardiendo.

Un poco antes de las diez vino el Comandante Troussures, pasando con mucho atrevimiento por la Vía Pía, y mandó llegar hasta la Puerta a nuestra Compañía. Yo hice marchar adelante a mi sección (siendo ésta la última orden que di a mi tropa), y la coloqué al lado derecho de la Puerta, mirando hacia la misma. Llegó enseguida el Teniente Derely con la segunda sección, y colocándose al otro lado (es decir, al lado izquierdo), puso allí su fuerza, mirando a la Puerta, y cruzando contra la misma nuestros fuegos.

Pasando ahora a lo que sucedió al mismo tiempo en toda Roma, empezaré por el Macao, donde el primer Depósito de Zuavos (Cap. La Begassiere, Teniente Tarabini y el Alférez de Rigau) hizo muchísimo fuego toda la mañana, colocado junto a una casa de los Jesuitas, y causó muchísimo daño al enemigo, porque dominaba un camino por el cual los italianos debían pasar de todos modos. Además, allí cerca se encontraban varias Compañías de Carabinero suizos bajo el mando del Teniente Coronel Castella, y en San Juan Laterano había otras Compañías de Zuavos bajo las órdenes del Teniente Coronel Charette, con la ametralladora, que no llegó a hacer fuego porque por este lado el ataque no fue tan fuerte como por el de Puerta Pía. En Puerta San Sebastiano y Puerta San Pablo también había zuavos, bajo las órdenes del Comandante de Saisy. También bombardearon mucho por este lado los italianos, los que tenían un número inmenso de cañones excelentes. En el fuerte San Ángelo había tres Compañías de Zuavos, una en San Pedro y creo que otra en San Pancracio; pero por este lado la mayor parte eran tropas indígenas.

Muchas granadas cayeron en el centro de Roma, en varios puntos; delante del Palacio Del Quirinal mataron a dos o tres personas que por allí paseaban; varias casas fueron quemadas en el Trastevere, y padecieron mucha la fachada de San Juan Laterano y la Escala Santa. Estas cosas sucedieron en Roma antes de las diez de la mañana del 20 de septiembre.

Volviendo a hablar ahora de la Puerta Pía, a las diez estaban todavía allí el Comandante Troussures, cuando llegó un dragón pontificio, al galope, con una bandera blanca, diciendo que venía de orden del General Zappi. Como no llevaba ninguna orden escrita y podía ser un traidor (y que no era más que un simple soldado), el Comandante y mi Capitán le hicieron volver atrás, y el Comandante se fue a recibir órdenes del General. Al marcharse nos mandó que empezásemos el fuego en cuanto los italianos llegasen cerca de la Puerta, y que enseguida la defendiésemos con las bayonetas. Entretanto, a nuestro lado, sobre las murallas, la tercera del primero tiraba continuamente y hacia mucho daño al enemigo.

A las diez y media, poco más o menos, mi Compañía empezó el fuego, lo cual fue para mis zuavos un verdadero júbilo, pues desde mucho tiempo estaban impacientes por disparar sus fusiles. Ya estaban los italianos a pocos pasos de nosotros, contra el terraplén y la primera barricada de Puerta Pía, y el fuego se hacía muy animado. Un Coronel de los italianos (un emigrado romano), al querer entrar en la Puerta cayó muerto, y creó que fue mi Compañía la que tuvo el honor de matarle. Además de éste, otros Oficiales italianos cayeron en la Puerta. También entonces fue milagroso que nadie de mi Compañía quedase herido, estando en tanto peligro.  Hubo uno de mis zuavos a quien una bala atravesó de parte a parte el cañón del fusil, sin hacerle nada a él; otro tuvo la empuñadura del sable rota, y él resultó ileso, y además las balas silbaban sobre y al lado de nuestras cabezas.


Ya eran cerca de las once. Cuando íbamos a defendernos con las bayonetas cuerpo a cuerpo vimos llegar a nuestro Comandante Troussures que nos mandó cesar elfuego y poner bandera blanca. El toque del clarín no bastó para poner fin al fuego, y nosotros, los Oficiales, con toda nuestra voz, tuvimos que mandar cesar el fuego, pues esto era un demasiado grande sacrificio para nuestros zuavos. También la tercera del primero cesó entonces el fuego.

Desde media hora, a nuestra derecha, en dirección al Macao, y en otros puntos, no se oía ningún ruido, y era que allí las tropas pontificias habían recibido orden de cesar el fuego  y de retirarse. En el acto, el valiente cabo Monginoux, de mi Compañía (tercera escuadra), puso un pañuelo en lo alto de la bayoneta y subió sobre la barricada, de un metro y medio de alta (hecha con sacos de tierra), que cerraba la entrada a la Puerta Pía.

Ya estaban los italianos debajo de la misma Puerta y los primeros soldados tomaban por asalto esta barricada, y a la fuerza querían desarmar al Cabo Monginoux, cuando nuestro Comandante Troussures, con una serenidad extraordinaria, sin sable, pero sólo con su látigo en la mano, subió sobre la barricada para contener el ímpetu de las tropas italianas, defendiendo al mismo tiempo sobre esa barricada al cabo Monginoux, y aunque atacados por muchos italianos, con gran valor y fuerza supo defenderse contra siete u ocho bayonetas, y bajó de la barricada sin novedad. Yo estaba al lado de mi sección, y en ese momento vi llegar por detrás de nosotros varios paisanos romanos por la Vía Pía, desde Termini, quienes gritaban “ ¡Viva Víctor Manuel!”, “¡Viva Italia!”. Y como tenían  que pasar una pequeña barricada para llegar a nosotros, yo les hice retroceder amenazándoles con la espada. Ellos ya veían llegar los primeros soldados italianos.

En aquel momento (eran las once) los italianos estaban en gran número debajo de la Puerta Pía y subían sobre la segunda barricada, detrás de la cual estábamos nosotros; yo, al ver esas caras endiabladas, no pude detenerme y me adelanté uno o dos o tres pasos frente a ellos, amenazándoles con mi espada en la mano. Hasta ese momento yo no podía creer de ninguna manera que Dios permitiese que entrasen las tropas italianas en Roma, pues confiaba en un milagro, fijándome en la serenidad que todos decían tenía Su Santidad.

Mi Capitán, poco antes, me preguntó si en caso de quedar nosotros prisioneros quería yo darme a conocer o guardar el incógnito; pero yo estaba tan lejos de pensar; en caer prisionero, que no le contesté nada de esto, y sí que debíamos triunfar, aunque muriésemos todos.

Ni las palabras de nuestro valeroso Comandante Troussures, ni un poco de honor militar detuvo a los italianos, y a pesar de la bandera blanca puesta en la Puerta y en muchos otros puntos, las tropas enemigas, saltando por encima de la barricada, fueron entrando como hormigas por la Puerta Pía, dentro de Roma. Los regimientos que estaban por este punto eran el 39 y 40 (la brigada Bolegna), de línea.

Nosotros ya no hicimos resistencia, para cumplir con la orden de Su Santidad; pero mucho nos costó a los Oficiales el contener a nuestros valientes zuavos. Reunimos luego la Compañía al lado derecho de la Puerta Pía, contra la casa Torlonia. Los italianos, en un instante, nos rodearon, sin que tuviésemos tiempo de retirarnos a Termini (como debía ser, si ellos hubiesen cumplido con la capitulación). Al entrar los italianos por la puerta no se puede explicar el furor de que estaban poseídos, y al vernos a nosotros, zuavos, empezaron a insultarnos, gritando: boya (verdugos), asessini, ladri, puzzoni, y diciendo además malas palabras contra Su Santidad. Llegaban a la bayoneta, como al asalto, mientras después de poner la bandera blanca nadie les hacía resistencia. Los italianos nos querían desarmar en el acto, a la fuerza; pero mi Capitán, con mucha energía, se opuso a esto, diciendo que no entregaría las armas más que con todas las formalidades acostumbradas. Y así se hizo.

Mi Compañía tuvo la suerte de que los que entraron por Puerta Pía fueran soldados de línea, pues éstos eran menos malos, mientras que al lado de nosotros, en la brecha de Puerta Salara, por donde entraron muchísimos batallones de bersaglieri, la tercera y cuarta Compañía del primer Batallón de Zuavos, que la defendían, fueron tratados infamemente por las tropas italianas. También allí entraron casi al asalto, sin respetar la bandera blanca. Hicieron poner de rodillas a los zuavos, desarmándoles a la fuerza, como si fuesen brigantes[1]; quitaron a viva fuerza los sables a los oficiales, arrancándoles hasta las cruces y medallas militares, les robaron sus revólvers y todo lo que tenían. Y al Teniente Van der Kerkowe, que estaba a caballo, lo hicieron apear, robándole el caballo (que era suyo partícular y magnífico), y además de haberle robado todo y desarmado le dispararon un tiro de fusil a bout portant,  quemándole, por gracia de Dios, solamente la piel del cuello. Al Teniente Manduit, que había subido con la bandera blanca sobre la brecha, los  bersaglieri  le rodearon, poniéndole las bayonetas al cuello y hasta le quisieron matar allí, después de estar ya prisionero, de tal modo, que los de su Compañía, que no le vieron más, creían había quedado muerto en la brecha.

La rendición
Cuando las tropas italianas, bajo las órdenes del General Cardona, entraban por Puerta Pía y por la brecha (de 50 metros de ancho) junto a Puerta Salara, ya habían entrado en Roma otras tropas italianas por diferentes puntos de la ciudad. El General Biscio venía a atacar a Roma por el Norte; pero empezó el ataque un poco más tarde que el General Cadorna. Las tropas de Biscio entraron en Roma por la Puerta de San Pancracio. En esta Puerta también se batieron un poco. El infame Biscio tuvo el atrevimiento de querer bombardear el palacio Vaticano, donde sabía que estaba Su Santidad, y a ese fin había establecido sus baterías en la Villa Pamfili, que domina todo el Transtevere. Lanzó varias granadas; pero como allí el fuego no empezó hasta las nueve, el General Biscio pudo hacer poco, teniendo que suspenderlo a las diez, cuando se pusieron en Roma las banderas blancas, entrando enseguida en la ciudad, sin ningún trabajo, después de haber hecho la mayor infamia exponiendo con sus cañonazos la misma persona del Papa.

Al mismo tiempo que las tropas italianas entraban en Roma, iban entrando con ellos cerca de 10.000 paisanos, todos emigrados romanos, que los enemigos habían hecho venir allí en trenes especiales. Muchísimos de tales individuos entraron por Puerta Pía; nos insultaron terriblemente, gritando a los soldados italianos, indicándonos a nosotros: ¡Fucilate questi asessini!

Con 15.000 hombres atacaron los italianos de asalto la Puerta Pía, en donde no quedaba ya para defenderla más que mi Compañía, es decir, 95 hombres; la mayor parte de éstos eran holandeses, doce españoles, varios canadienses, uno del Ecuador, etc.

Eran las once y media de la mañana cuando, entre Puerta Pía y la Villa Torlonia, pusimos nuestra Compañía en columna, por secciones, hicimos formar los pabellones y retirarse a los soldados algunos pasos atrás, dejando delante las armas. Este momento fue terrible; los soldados lloraban como niños y decían: “¡Más hubiera valido haber muerto todos que entregar nuestras armas de este modo!” Hubo que quitar las cartucheras con todos los cartuchos. Entonces el Sargento mayor, De Kersabieck, no pudo contenerse; tomo su cartuchera y la tiró al suelo, a los pies de un oficial italiano, que se enfadó muchísimo contra él; pero Kersabieck, muy vivo de carácter, iba a decirle algo; el oficial italiano le mandó que levantase la cartuchera y la pusiese sobre los pabellones, como las demás; pero el otro no le hizo caso. Entonces mi Capitán, para evitar alguna desgracia, mandó al sargento mayor de hacerlo, quien levantó la cartuchera al momento, diciendo: “Ahora la levanto porque me lo manda mi Capitán, al que sólo yo obedezco”.

En el acto de formar los pabellones, el sargento mayor primero y los demás zuavos después, rompieron sus fusiles de una patada o un golpe sobre el empedrado, o quitándoles algún pedazo del mecanismo, lo que se hizo a la vista de los italianos. Después de entregados los fusiles, nos rodeó un a Compañía de línea, con bayonetas, y nos hizo quedar allí, al principio de Villa Torlonia y junto al palacio. Muchos paisanos y soldados venían allí a insultarnos, hasta que, por fin, un oficial superior italiano les dijo que quería que se tuviesen las debidas consideraciones a los zuavos prisioneros. Los primeros dos regimientos de línea italianos se colocaron allí, en la plazuela, delante de la Puerta Pía, y había tantos soldados que apenas cabían. Cuando entraron los dos regimientos venían en tal confusión, que (según nos dijeron ellos mismos) estaban mezclados todos entre ellos, y no sólo entre batallones, sino entre regimientos.

Los italianos confraternizan con la población.
Los italianos tuvieron muchos oficiales muertos delante de la Puerta Pía, y, según lo que dijeron ellos, cerca de 2.000 hombres fuera de combate. Después de los de línea entraron también varios batallones de bersaglieri por dicha Puerta; pero éstos no se pararon, y pasando delante de nosotros fueron a ponerse formados en batalla sobre la Vía Pía, para vernos pasar, y eran tantos, que llegaban  desde la repetida Puerta hasta cerca del Convento de Carmelitas de la Victoria. También a nosotros tres, oficiales de la sexta del segundo, nos querían quitar los sables; pero mi Capitán protestó con mucha energía, y los italianos se adaptaron. Me alegré mucho, pues yo llevaba un hermoso sable de Toledo que había pertenecido a mi abuelo Carlos V y a mi tío Carlos VI; pero, sobre todo, por quedar armado, aunque prisionero de guerra. Yo llevaba mi revólver en el cinturón del sable, y también quisieron quitármelo; pero yo me opuse fuertemente y logré guardarlo. Entonces pasé a animar a mis queridos zuavos y decirles que tuviesen paciencia y se condujesen noblemente, aunque prisioneros. Nos mandaron contar el número de los zuavos de nuestra Compañía, y vimos que no teníamos más que 80 hombres, porque 15 habían logrado escaparse antes de quedar prisioneros y rendir las armas; los pobres se fueron a reunir a otras Compañías que estaban libres todavía en la ciudad. Los doce españoles de mi Compañía todos quedaron allí conmigo, queriendo sufrir la misma suerte que yo. En esos momentos entró con las tropas italianas un corresponsal de un diario francés, vestido con sobrero de copa alta y con traje negro; era muy raro y estaba escribiendo la descripción de la entrada de los italianos por Puerta Pía, y vino a pedirnos datos particulares a nosotros, y a mi Capitán sólo le dijo que la sexta del segundo, la que defendió la Puerta Pía, no había tenido ni un solo hombre herido.

En poco más de un cuarto de hora ya había entrado por la Puerta Pía y por las dos puertas laterales unos 15.000 italianos, habiendo sido el regimiento 39 de Infantería el primero que entró en Roma. Con ellos entraron los emigrados romanos, gritando vivas a Italia y abajo el Papa. Estos emigrados romanos eran revolucionarios que habían sido desterrados por el Gobierno pontificio por traidores o que habían huido por miedo a castigos del referido Gobierno por conspirar contra él. Muchos de éstos aprovecharon la confusión de aquel momento para apoderarse de las armas de los zuavos antes que los soldados italianos tuviesen tiempo de llevárselas. De este modo se armó gran parte de la población.

Al día siguiente, el Comandante de la plaza de Roma (General italiano) dio una orden en la que decía que si dentro de 24 horas todos los paisanos no entregaban lar armas que tenían, al que se le encontrase, se le fusilaría en el acto. Estos emigrados armados corrían en el primer momento por toda la ciudad de Roma, y en varios puntos la tropa pontificia tuvo que hacer fuego contra ellos, pues venían a millares, juntos, alborotando. Después de esperar tanto tiempo, a las doce del día, entre la escolta de una Compañía de línea del 39 regimiento de Italianos, nos hicieron marchar de Puerta Pía, y andar por toda la Vía Pía hasta Termini. Mi Compañía marchó de cuatro en cuatro, y los oficiales marchamos a nuestros puestos de batalla, a pesar de ir nuestros soldados desarmados y entre las bayonetas enemigas.

En cuanto salimos al jardín Torlonia y entramos en la Vía Pía, nos encontramos con los bersaglieri. Allí estaba rodeada por ellos la tercera Compañía del primero, también prisionera, pues fue ésta, con la nuestra, las dos solas Compañías que quedaron prisioneras de guerra a discreción sin capitular. Nos hicieron marchar adelante entre los silbidos de los bersaglieri y los mayores insultos. Muchos bersaglieri dieron golpes en las piernas de mis zuavos, con las culatas de los fusiles. La calle estaba llena de gente, y todos insultándonos; entre éstos también había mujeres; muchos paisanos nos escupieron en la cara, y los gritos eran tales como para volverse sordos.


No se puede decir cuánto padecimos en este paseito y sólo teníamos paciencia para sufrirlos pensando que Nuestro Señor Jesucristo sufrió peores insultos que éstos. Pero creo que en ningún país se habrá visto, ni verá jamás, tratar peor a los prisioneros de guerra que a nosotros en Roma. En este camino encontré al escultor español Aguirre y le di un apretón de manos al pasar, pues era para mí un gran consuelo el ver a un español conocido. Un buen rato anduve fuera de la línea de los soldados italianos, sobre la acera, en medio de un gran gentío; pero como llevaba todavía mi espada y mi revólver, nadie se atrevió a tocarme. Durante el camino, un soldado italiano de línea tuvo la caridad de dejarme beber un poco de agua de su botella, y se lo agradecí bastante, pues no habíamos podido beber ni comer en todo el día.

Llegamos a la plaza de Termini y nos hicieron volver hacia la estación del ferrocarril. Nos alegramos mucho con la esperanza de que nos harían marchar de Roma enseguida.

En la plaza de Termini estaba todo el tercer Batallón de Zuavos, la Compañía del primer Depósito, en la cual vi a Tarabini, que me saludó, y además estaba allí un batallón de Carabineros suizos. Estas tropas estaban todavía armadas y esperaban allí para hacer la capitulación en toda regla. Al pasar delante de estos soldados del Papa, todavía armados, los zuavos de mi Compañía, aunque sin armas y entre bayonetas enemigas, prorrumpieron en entusiastas gritos de “¡Viva Pío IX Papa Rey!”, levantando en el aire los kepis. Estos gritos fueron repetidos por los otros soldados pontificios, especialmente los suizos, ante los cuales pasábamos. En ese momento se oyó un tiro de cerca, y fue que un artillero pontificio, habiéndose puesto a saludar a un oficial italiano, un soldado suizo se enfadó contra él, considerándole traidor a Su Santidad, y le disparó un tiro de fusil, que no tocó a nadie. Pasamos delante de la estación del ferrocarril, pero en lugar de entrar en ella nos hicieron seguir adelante hasta llegar al cuartel del Macao. Este cuartel está a pocos minutos de Puerta Pía; pero nos hicieron dar un rodeo de media hora, para que todo el mundo nos viese y pudiese insultarnos.

A las doce y media entramos en el cuartel del Macao, que era el de los Dragones pontificios, pero entonces no había nadie. Allí rodaron el cuartel con centinelas y pusieron una Compañía del 39 regimiento de guardia. Esta Compañía había perdido a su Capitán entrando en la Puerta Pía. El Subteniente de la guardia fue bastante amable con nosotros, y nos dio su tarjeta por recuerdo: se llamaba Sandri. Allí estaban 80 hombres de mi Compañía; 15 habían logrado escaparse de Puerta Pía cuando nos desarmaron; 2 habían quedado en la Villa Médici, por la mañana, para hacernos la comida (Boulars y Schouten);
 3 estaban de guardia en el cuartel de San Agustín, y uno estaba enfermo en el hospital (Ortiz).

A la una y media de la tarde vimos entrar en la gran pradera delante del cuartel a varios batallones de línea italiana, con su música, que iba tocando delante de ellos. Fue terrible la tristeza que nos causó ese momento y esa música. Quedamos allí encerrados e incomunicados, sin saber nada de lo que pasaba en Roma, y lo que más nos afligía era no saber lo que sucedería con Su Santidad, y si marcharía o quedaría prisionero.



Nos dejaron allí encerrados, sin darnos nada para comer en todo el día, y eso que no habíamos comido desde la víspera. No nos dejaban salir ni siquiera delante de la puerta del cuartel. Por la tarde relevaron la guardia y vino allí todo el regimiento 40 de línea. A nosotros nada nos dijeron de lo que iban a hacernos; y viendo que nos dejaban a los de mi Compañía solos en ese cuartel separados de los demás prisioneros, creíamos que nos iban a fusilar, por haber seguido haciendo fuego bastante después que habían puesto bandera blanca en los demás puntos de Roma. De esto no teníamos culpa nosotros, pues únicamente habíamos cumplido con las órdenes que nos habían sido dadas con poco claridad. Aunque la idea de ser fusilados no fuese agradable para nosotros, sin embargo estábamos del todo conformes con ello, pensando que ya era lo mismo morir así, como si hubiésemos muerto en el combate. Toda la tarde la pasamos en estas conversaciones, y sin entristecernos la idea de que nos iban a fusilar. Mi Capitán no decía una palabra, y tenía razón, pues las apariencias eran tales. Mi Capitán, al momento de entregarnos en Puerta Pía, tenía las lagrimas en los ojos; yo al contrario, estaba sorprendido de tal manera al ver acabar todo tan mal, que me parecía un sueño y no llegaba a convencerme que fuese verdad. También el valiente Teniente Derely y el Sargento mayor Kersabieck tenían los ojos llenos de  lágrimas, lo cual era muy natural, y mostraba cuánto sentían el triste final del Gobierno de Su Santidad.


Por la tarde los oficiales italianos dijeron que nosotros, los oficiales, podríamos salir delante del cuartel para tomar aire, y nos aprovechamos de ello con gusto. Por todo el día no comimos más que una tortilla de un par de huevos entre seis o siete personas, y un poco de pan y queso. Los soldados no recibieron nada en todo el día. Por la noche logré hacerme traer unos panecillos, que repartí entre los 80 hombres de mi Compañía, dando a cada soldado una sexta parte de un pan.

Así se pasó el triste día 20 de septiembre, que no olvidaré mientras viva. Los tres oficiales nos reunimos en un cuartillo del cuartel, y logramos tener un colchoncito para cada uno, en el suelo. Antes de dormir, comimos una especie de sopa que nos hicieron en la cantina del cuartel, y que no manchaba en el lugar donde caía. Por la noche vinieron un oficial y un ayudante de Artillería pontificia, y quedaron en nuestro cuarto, pues también eran prisioneros. Antes de las diez nos echamos a dormir vestidos. 



[1] Los brigantes eran las guerrillas que apoyaron la monarquía de Francisco II frente a las tropas italianas. Algunos sucesos de pillaje ocasionaron una visión negativa, aprovechada por los liberales para denigrar el fenómeno contrarrevolucionario y reducirlo al bandolerismo.