viernes, 5 de marzo de 2010

ALBA TRIUNFANTE


ALBA TRIUNFANTE de Juan Manuel de Prada

Se ha publicado en Homo Legens, la misma editorial que hace unos años rescatara la magna Señor del mundo –la gran novela escatológica de Robert Hugh Benson–, Alba triunfante, una obra que en cierto modo constituye un díptico con la anterior. Sobre Señor del mundo ya hemos escrito en esta misma tribuna, de modo que las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan saben a qué me refiero cuando escribo `novela escatológica´: el converso Benson prueba a novelar los acontecimientos que precederán al fin del mundo, siguiendo las enseñanzas de la teología católica; acontecimientos dolorosos que se coronan con el advenimiento del Anticristo, un senador americano llamado Felsenburgh «dotado de extraordinaria elocuencia y un prestigio fuera de lo común» que se corona como príncipe de la paz y solventa una crisis económica de dimensiones mundiales, antes de proclamar la religión de la adoración del hombre y lanzarse a la persecución de los pocos cristianos que para entonces perseveran en la fe, reducidos a la condición de delincuentes. Señor del mundo, pese a clausurarse en las inminencias de la Parusía, causó gran «depresión y desaliento entre los cristianos optimistas», como el propio Benson reconoce en el prólogo de Alba triunfante; señal inequívoca de que entre los cristianos «optimistas» de hace un siglo ya había empezado a larvarse el virus de la desesperación, que no halla mejor medio de cultivo que el optimismo bobalicón y merengoso.

Señor del mundo era, hace un siglo, una novela que sobrecogía con visiones proféticas de estremecedora verosimilitud; y hoy es una novela que sólo con la lucidez de un pesimista esperanzado (esto es, alguien que no evita el diagnóstico sombrío del tiempo presente, a la vez que confía en esa Parusía de la que hasta los curas han dejado de hablar en los púlpitos) se puede leer sin «depresión y desaliento», tal es el grado de similitud que el mundo actual guarda con el mundo enseñoreado por Felsenburgh, un mundo en el que el cristianismo se juzga la religión «más grotesca y esclavizadora», propia de «incompetentes, ancianos y disminuidos», en donde la enfermedad es repudiada y quienes la contraen, ejecutados piadosamente mediante «terapias eutanásicas» y en donde, en fin, bajo la coartada de la libertad, el hombre es despojado de todas sus prerrogativas humanas. Benson, un tanto acobardado por las quejas y desfallecimientos de sus lectores, que no tenían entereza suficiente para enfrentarse a un futuro de ribetes tan pavorosos, publica entonces Alba triunfante (1911), una novela en la que prueba a imaginar que el desarrollo de los acontecimientos es exactamente opuesto al que narraba en Señor del mundo. El protagonista de la narración es monseñor Masterman, un sacerdote católico que, tras despertar de un desvanecimiento, se tropieza con un mundo muy distinto al que esperaba encontrar: un mundo sin desavenencias ideológicas ni conflictos bélicos, donde el arte ha alcanzado las más altas cimas estéticas, donde la enfermedad ha sido casi por completo erradicada después de que la ciencia haya abandonado las posiciones materialistas de antaño. Masterman, que parece sufrir un ataque de amnesia, pide que ese nuevo mundo le sea mostrado minuciosamente: y así Alba triunfante se convierte en una utopía que retrata una sociedad perfecta, una suerte de Jerusalén celeste trasplantada a la tierra, tan abrumadoramente cristiana que el martirio, la persecución o el mero descrédito que acarreaba en otras épocas confesarse cristiano se tornan simplemente inconcebibles.

Un paraíso en la tierra para los creyentes, en fin. Pero entonces Masterman comienza a rumiar una duda que, una y otra vez, rondará su conciencia, a medida que se le descubren las bondades de ese mundo en el que la Iglesia ha impuesto una pacífica hegemonía hasta el último confín: «El efecto que todo esto le producía era el de hallarse preso entre unas garras que ofendían todo su modo de sentir: algo como si el Universo entero se hubiera conjurado contra él. Porque lo que en todo aquello faltaba era precisamente lo que constituía lo más característico del cristianismo, lo que le imprimía el sello de la divinidad: su celestial paciencia y su disposición al sufrimiento». Y, ante una Iglesia convertida en una especie de gobierno triunfante que ha dejado de cargar con la cruz, Masterman no puede ocultarse a sí mismo el temor de que «el mundo y la Iglesia hubieran trocado los papeles». Que es lo que, sospecho, deseaban los «cristianos optimistas» de hace un siglo; y lo que, desde luego, desearían en nuestra época bobalicona y merengosa quienes han dejado de esperar el triunfo definitivo.

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