La Revolución de Asturias fue uno
de los episodios más negros de la II República. El acceso de la CEDA al
gobierno con tres ministros provocó la furia de la izquierda. La convocatoria
de huelga general se extendió por toda España. El seis de octubre, el grito «Uníos
hermanos proletarios» venció en el principado. Durante quince días los
revolucionarios derribaron las autoridades e instauraron el régimen comunista.
Hasta tal grado llegó el
conflicto que obligó a la intervención del ejército. Murieron varios carlistas,
tales como Marcelino Oreja Elosegui, de triste descendencia, el veterano Emilio
Valenciano en Olloniego, Nicolás García en Sotondio, el párroco de Moreda Tomás
Suero en dicho municipio, César Gómez en Turón, el exalcalde de Éibar Carlos
Larrañaga…
La actitud del carlismo fue el
apoyo a las autoridades republicanas para mantener el orden. No era oportunismo,
sino búsqueda del bien común. Según narra Melchor Ferrer «en muchas
poblaciones, como en el caso de Sevilla, estuvieron de custodia en las iglesias
y conventos, siendo curioso que la autoridades reconocieran como documentación
válida para ser armados, los carnets expedidos por las autoridades
tradicionalistas»[1].
El requeté de Oviedo ofreció sus servicios al Gobernador civil quien menospreció
la ayuda. En concreto, Carlos Novoa Bobes, delegado de la Hacienda
Tradicionalista de Oviedo y presidente de las Juventudes Tradicionalistas junto
a Suárez Mier, jefe del Requeté.
Más tarde, la autoridad se
arrepintió e intentó reunirlos sin suerte. Habían desperdiciado un tiempo
precioso. Sin embargo, el Requeté carlista, la Juventud de Acción Popular y
Falange Española resistieron en el Gobierno Civil de Oviedo, armados de
fusiles, con guardias y paisanos. Más hábil fue el cabildo de Gijón, donde el requeté
defendió el Ayuntamiento. En este contexto, publicamos el periplo del jefe
local de Gijón, el caballero de la Legitimidad Proscrita Rufino Menéndez,
publicada en «El Siglo Futuro».
La odisea de D. Rufino Menéndez
Ahora mi
aventura. Puedo decir que he muerto a las seis de la tarde del domingo 7 y que
me resucitó la Virgen del Rosario. Hacía meses que se me había insinuado que si
surgía un movimiento comunista, varios de derechas, del fascio y tradicionalistas,
entre ellos yo, estábamos destinados y designados para ser apresados y muertos.
Bajé el jueves
a la Adoración, y después de descansar y ver a algunos amigos, me dispuse el
viernes a mediodía a volver a mi quinta de la parroquia de Roces, a cuatro
kilómetros del pueblo, y teniendo que pasar por El Llano, foco principal insurgente.
Ya a esa hora se retiraba el tranvía y opté por hacer un rodeo para eludir la
carretera de El Llano-Sama o carbonera, y me fui por la de Gijón a Siero,
buscando la vuelta de Roces.
El sábado por
la noche oí el tiroteo, y el domingo, después de Misa, fui con mis prismáticos
a un alto con pretexto de ver el crucero y enseñarlo a algunos mozos; pero mi
designio era filtrarme en Gijón, porque la acción, ciudadana en la aldea era
nula.
LOS ESPÍAS
Allí y
entonces vi el primer síntoma de que se me espiaba. Un mozo comunista increpaba
a los que conmigo estaban, diciéndoles que era una vergüenza que mozos tuvieran
ideas de viejos; que había que arrasarlo todo y entre tanto había que agarrar a
muchos y matarlos sin compasión, pues no les valdría ni ponerse de rodillas con
las manos juntas.
Entendí que lo que decía a los mozos era para
mí y confirmé que ya era público y desbordante el plan secreto y cauto que
hasta mi conocimiento había llegado. Un camión de limpiezas pasó a cincuenta
metros, gritando sus ocupantes: «¡Animarse, que ya viene el Soviet!». El
sedicioso, varias mujeres y una vieja alzaron el puño en saludo socialista, y
consideré mejor retirarme sin discutir, pero muy despacio. Al bajar la «caleya»
todavía oí voces femeninas gritar: «Algunos hablan mucho en el Ayuntamiento,
pero ahora oirán lo suyo.» Unos segundos después, la voz femenina: «Como a ése,
que lo menos hay que volarle la quinta.» Era la una de la tarde, y los toros
ciertos.
PRECAUCIÓN
Llegué a casa y recogí documentos, informé a
mi esposa del lugar donde quedaban; nos pusimos a comer, y mi estado moral de
vigilancia no me permitía pasar de la sopa. Pedí a mi esposa el «mono» y la
boina y la dije que dejaba la casa. Que ella debía, en seguida de comer, tomar
los tres niños y la sirvienta e irse al campo a cenar fuera, y en la duda, no
entrar en la casa.
Me embosqué en
los altos de La Perdiz, un kilómetro al sur, límite de la parroquia, donde, sin
ser visto, observaba mi casa, la iglesia y el barrio. Columbré a mis queridos
hijos por algunos momentos y desde las dos a las seis despisté a mis
perseguidores. A esta hora, aburrido y algo sonrojado, bajé a la parroquia, me
entrevisté con el cura diez minutos y me ofrecí para acompañarle a un refugio
en el monte, citándonos media hora después de oscurecer.
EN EL PUEBLO
En cuanto me
hice visible otra vez, maniobraron mis perseguidores, y no pasó media hora sin
que se produjese el asalto. Apenas tuve tiempo para ir a ver a un buen vecino,
recomendándole recogiera a mi familia. Mandé a la mujer del mismo se acercase
con un pretexto a mi casa y disuadiese a mi mujer para que no permaneciese en
ella. En efecto; mi mujer llegaba cerca de casa, pero no entró. En este momento
seis hombres armados entran en mi finca, solitaria, gritando: «¡Rufino, llegó
tu hora; sal y carga con este rifle y ven con nosotros!». El designio era
llevarme armado a la primera línea, y si arrojaba las armas, como lo haría,
matarme. Pasados unos momentos, salieron blasfemando y diciendo: «Aquí ya no
está; el pájaro voló; por él a casa del cura».
AL MONTE
Visto esto, di
mis últimas disposiciones a mi familia y me interné con otros vecinos en un
monte cercano, con el propósito de no amanecer ya en Roses ni cerca, porque
sería cazado como un tordo, dado que todos me conocían y la parroquia es
pequeña. Caminé monte arriba con un guía amigo, por los campos, hasta un
refugio de amigos en el límite del concejo con Siero, montes altos, a dos
leguas al sur.
Amanecía cuando
me acogía en su casa un honrado y laborioso campesino, cascara ruda de labriego
y con textura de hidalgo y caballero.
SEIS DÍAS
OCULTO
Allí pasé seis
días cabales, en una noche negra soviética de tinieblas, incertidumbre e
incomunicación; oyendo retumbar el cañón rebelde en Oviedo y el leal en la Concha
de Gijón, el martilleo de las ametralladoras y las blasfemias y jactancias de
los rebeldes que circulaban por la fatídica carretera de Sama a Gijón, cauce
entonces de corriente comunista, consumada en Langreo y Siero y casi inminente
en Gijón. Expuesto a ser descubierto a la menor indiscreción y atraillado con
mayor rabia a causa de mi fuga.
Mil momentos temí que mis confidentes me
trajeran la noticia de que ya toda España era soviética. Mil referencias
absurdas me llegaban, incoherentes, alarmantes las más y halagüeñas pocas.
Varias veces ofrecí mi vida a cambio de que Dios librase a España de tanto mal.
Por otra parte mis hijos, sovietizados, educados en el transcurso de cinco años
sucesivos en el odio a su padre, a su Patria y a su Religión; mi mujer
ultrajada acaso...
Me daba ánimos
encomendarme al alma de mi santa madre, y me infundía valor el «detente» que me
prendió en la solapa la Hermanita en Pontevedra. Tres días de horribles
incertidumbres en el aislamiento de una montaña sin saber el destino de mi
Patria. Sólo tenía una señal, horrible y detonante, que mantenía mi terco
optimismo. Parece mentira: mi alegría la causaba el bombardeo de parte y parte.
«Mientras hay lucha, el Ejército y la Marina son leales». Seis días expuesto a
la ira de los forajidos al menor descuido, en plena zona sublevada, y cuatro de
ellos sometido al torcedor de la duda.
Al segundo
día, ya mi espíritu había reaccionado, y tomé las primeras disposiciones para
entrar en Gijón arrostrando todos los peligros; pero era en vano, dado que
todos me conocían y nadie podía acercarse a los arrabales sin un salvoconducto
soviético; era caminar a una muerte segura, según mis confidentes. Por Gijón,
entre mis amigos corrían los más fantásticos rumores acerca de mi suerte. Quién
me creía en la línea del frente, quién forzoso chofer soviético en mi coche
secuestrado, que apareció días después inutilizado en la zona del fuego.
POR FIN...
Por fin el viernes, ayer, a las dos de la tarde,
mis confidentes me traen noticias de la desbandada de los rebeldes ante el
ataque de la Legión. El miércoles, y a las seis de la tarde, evadiendo miradas
curiosas y temerosas, por caminos extraviados, entré de nuevo en esta población
a esperar la suerte de mi Patria. ¡Líbrela Dios del infierno soviético! Perdone,
señor director, lo extensísimo de este informe; utilice lo que quiera,
prescinda de todo si le place, pero acepte solamente la acrisolada adhesión e
intención de este amigo que presencia todavía las convulsiones de esta
intervención de la Rusia soviética en la España de los Reyes Católicos. Y un
abrazo a todos los amigos, de Rufino Menéndez, Jefe local de Gijón.
Gijón, sábado, 13 octubre 1934.
[1]
FERRER, Melchor: Historia del
tradicionalismo español. Tomo XXX. V. I. Sevilla: Editorial Católica
Española, 1979, p. 104-105.
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