DOMINGO 18
DE SEPTIEMBRE DE 1870
Al amanecer
nos hicieron trasladar las armas que allí teníamos, delante la casa, a un
caminito del mismo jardín que, por tener una muralla delante y por su posición,
era muy abrigado, aunque los italianos bombardeasen la ciudad. Aquí se formaron
los pabellones; se dejaron en la casa de la Academia de Francia todas las
mochilas, y cada soldado tomó consigo únicamente el capote y la manta rollada.
Al amanecer, que creíamos oiríamos cañonazos, nada se oyó. Sin embargo, como
era el aniversario de Castel Fidardo, yo creía todavía que lo escogerían los
italianos para atacarnos.
A las seis y
media, el Padre Gerlache (jesuita, capellán de zuavos) nos dijo la Misa, por
ser domingo en el mismo jardín, sobre un altar formado con algunas piedras.
Todos los zuavos oímos esa Misa con mucha devoción, y siempre se creía que
empezarían los cañonazos. Hubo zuavos que comulgaron en esa Misa, a pesar de
las malas noches que acababan de pasar. La ceremonia concluyó sin novedad. A
las nueve de la mañana, al momento que los zuavos iban a comer la sopa, se oyó
un tiro de cañón en la dirección del Macao. No es posible exprimir el gozo que
este golpe produjo entre nosotros. Y los zuavos, sin que nadie les mandase,
dejaron la sopa y, corriendo a las armas (que estaban un poco lejos del punto
donde se hizo la comida), daban vivas a Pío IX y cantaban.
Estuvimos
casi una hora formados bajo las armas en ese mismo camino. Se oyeron varios
cañonazos y tiros, pero se supo luego que no había nada todavía para
nosotros. Únicamente algunos batallones
italianos se aproximaban a Roma en la dirección del Macao, y la artillería
pontificia ensayaba las piezas con bastante acierto y causando pérdidas al
enemigo. Luego formamos otra vez los pabellones. Entonces, unos zuavos
franceses (de grandes familias), que habían hecho traer al jardín un magnífico
almuerzo, me convidaron a comer con ellos.
Allí
estuvimos muy alegres, sentados en el suelo entre los árboles, y a cada momento
se oía otro cañonazo, que, por poco, temíamos nos hiciese interrumpir el buen
almuerzo; y si hubiesen llegado las balas allí hubiesen roto muchas botellas de
vino que teníamos. Todo el día lo pasé muy alegremente. Vinieron allí a verme
el Marqués y la Marquesa de Villadarias, la cual distribuyó pan y fruta a los
zuavos. La Marquesa estuvo un rato allí con los zuavos españoles.
Villa Borghese |
Se veían las
tropas italianas, que cada día adelantaban hacia Roma y ya estaban muy cerca,
de modo que se distinguían los regimientos de Infantería y los de Caballería y
se veía cada movimiento que hacían. Por la tarde, con permiso de mis jefes,
logré ir a mi casa para mudarme y comer. Allí vi al Padre Martín (Padre General
de los Trinitarios españoles), que pedía noticias mías. Y enseguida, deprisa,
volví al campamento, en la Villa Médici, pues no quería alejarme de mis zuavos.
Todos los oficiales recibían permisos para ir a comer a la ciudad, pues el
ataque no era tan inminente. Los soldados no podían nunca salir fuera del
jardín aquel, y allí se les hacía su comida. Por la noche, como de costumbre,
rezamos el Rosario juntos los zuavos españoles, y a las nueve me acosté con mis
zuavos en ese camino del jardín, sobre paja, al aire libre, de manera que podía
ver libremente las estrellas estando en mi cama.
Por la noche
se oían cortar árboles en la Villa Borghese y otras, alrededor de Roma; eran
los italianos, que colocaban sus baterías. La noche era hermosísima.
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