JUEVES 15 DE
SEPTIEMBRE DE 1870
Quedamos allí
fuera, sin poder casi estar de pie por el sueño. Se oían algunos tiros de
cuando en cuando, y sobre todo silbar el ferrocarril toda la noche, lo que
indicaba que los italianos reunían sus tropas cerca de Roma. A la una de la
noche, viendo que nada había, entramos en el mencionado salón, nos echamos a
dormir sobre paja, y después me dijeron que toda la noche estuve moviéndome,
dando puntapiés y hablando, sin duda creyendo estar delante del enemigo. Todo
esto no debió ser agradable para mis vecinos, pues estábamos muy cerca unos de
otros. Por la mañana, a las cinco y media, nos despertamos con el día y tomamos
un poco de café. Aquí vinieron a vernos algunos Oficiales. Supimos que ya
estaban cortadas todas las comunicaciones con Roma desde la víspera y todos los
ferrocarriles también, y por consiguiente, desde ayer estábamos completamente
sitiados.
Supimos que
antes de llegar Charette a Roma había logrado llegar también a Roma el Coronel
Azzanesi con el regimiento de línea indígena desde Velletri, por ferrocarril, y
que además habían llegado 2.000 squadriglieri (voluntarios montañeses de
las provincias) y la mayor parte de los gendarmes. Ayer mañana, en un pequeño
combate que tuvo lugar en el monte Mario, la sexta Compañía del tercero de
Zuavos (Capitán Fabry) contra Lanceros italianos, quedó prisionero un Teniente
de Lanceros italianos (Conde Crotti, primo del C. de Maistre, Capitán de Estado
Mayor pontificio). Le trajeron a Roma en coche, con unos dragones de escolta, y
yo le vi llegar hallándome de guardia en Puerta del Pópolo. Pero en cuanto S.S.
lo supo ordenó que se le pusiese inmediatamente en libertad, lo que se hizo
ayer mismo; pero los periódicos italianos nada hablaron de este acto generoso de
Su Santidad. Ayer fue el último día del triduo solemne celebrado en San Pedro
por Su Santidad mismo para implorar el auxilio divino en las actuales
circunstancias. Yo no pude asistir más que el primer día. El concurso fue
inmenso; me dijeron que había unas 40.000 personas en la Basílica.
Esta mañana,
la Escuadra italiana, muy numerosa, por mar, y el Ejército italiano, por
tierra, cercaron a Civitá Vecchia, y el Comandante de la fortaleza, Coronel
Serra, tal vez por miedo (pero, según parece, por traición), capituló sin tirar
un tiro, y toda la guarnición quedó prisionera de las tropas italianas. En
Civitá Vecchia había de guarnición dos Compañías de Cazadores indígenas y
cuatro Compañías de Zuavos (es decir, la segunda Compañía del cuarto Batallón,
Cap. Kermoal; la segunda Compañía de Depósito, Cap. Martini; la tercera de
Depósito, Cap. Guerin, y la cuarta de Depósito, Cap. La Torquenays). Además
había dos pelotones de Dragones y un pequeño número de artilleros. Mucho tiempo
no podían resistir, pero sí algunas horas habiéndose batido. Por algunos días
no supimos nada de seguro de Civitá Vecchia, y hoy supimos únicamente que desde
la mañana habían entrado en la ciudad los italianos, sin saber cómo.
Pero lo cierto
fue que algunos días antes el Ministro de la Guerra, General Kanzler, por
sospechas contra el Coronel Serra, quiso quitarle el mando para dárselo al
excelente Comandante D´ Albins, de Zuavos, que estaba en Civitá Vecchia. Pero
el Coronel Serra lo supo y escribió al General Kanzler que él defendería la
plaza de Civitá Vecchia hasta lo último y no caería más que con honor. Y, al
contrario, parece que había firmado la entrega de la plaza, y dicen que a
precio de dinero que le habían prometido los habitantes de la ciudad para que
evitase el bombardeo. Estas noticias, que supimos poco a poco y muchos días
después, nos dieron mucha pena, pues con esto nosotros habíamos perdido unos
500 zuavos, que cayeron prisioneros, y entre los que había quedado en Civitá
Castellana, Bagnoera, Viterbo, etc., serían en todo 750 zuavos prisioneros. Así
no quedábamos en Roma más que 2.250 zuavos, y con todas las demás tropas
pontificias para defender la ciudad de Roma, había en total unos 8.000 hombres
y 120 cañones, que, repartidos en la enorme extensión de las murallas de Roma,
casi no eran suficientes.
La tropa
pontificia estaba bien repartida en toda la extensión de las murallas de Roma,
las cuales estaban divididas en varias zonas, cada una bajo las órdenes de un
oficial superior. La zona donde siempre me encontré estaba primero bajo las
órdenes del Comandante Troussures, de Zuavos, que mandaba mi Batallón, mientras
nuestro Coronel Allet tenía bajo su mando la zona de San Pedro, Puerta
Angélica, Puerta Cavaleggiere y hasta San Pancracio. Pero desde que volvió a
Roma el Coronel Azzanesi, éste tomó el mando de la zona de San Pedro y el
Coronel Allet fue a mandar la zona que tenía antes el Comandante Troussures,
quedando éste bajo las órdenes de Allet. Esta zona iba desde Porta del Pópolo,
Porta Pinciana y Porta Salara hasta la Porta Pía. A las ocho y media de la
mañana, mientras estaba mi Compañía haciendo la sopa, llegó el Comandante
Troussures y nos la hizo suspender, mandándonos tomar alguna comida fría y
prepararnos para marchar cuanto antes al puente Molle, sin mochilas ni capotes,
para andar más ligeros. En ese intervalo nos reunimos todos los zuavos
españoles bajo un árbol y rezamos el rosario, pues creíamos que en puente Molle
tendríamos que batirnos fuertemente.
Vista desde la Academia de Francia |
Enseguida el
Capitán Gastebois repartió la Compañía en dos secciones, quedando él mismo con
el Teniente y la segunda sección a la derecha y a la izquierda del puente Molle
y enviándome a mí con la primera sección
al lado izquierdo del río (al de Roma.). Allí repartí mi sección en dos
medias secciones, poniéndolas a la derecha y a la izquierda del río, de frente
a la segunda sección y hacer fuego mientras la otra sección iba pasando el
puente. Estábamos todos muy bien colocados. Únicamente, en caso de ataque, la
retirada por la carretera hasta puerta del Pópolo era peligrosísima para
nosotros y casi imposible de efectuar. Entonces pensamos que tal vez habría medio
de llegar hasta Roma atravesando unas grandes viñas que están al lado izquierdo
de la carretera, saliendo de Roma, y por lo mismo, tomamos a un aldeano para
que llevase a Roma al cabo Monginoux y al zuavo Gagné para que estos dos
aprendiesen el camino.
Así sucedió, y al mismo tiempo yo hice trabajar a los soldados de la
media sección a la izquierda para hacer dos agujeros en el cercado de espinas
que cerraba la viña, de modo que la compañía podía pasar por ellos,
retirándose. Además hice traer piedras a algunos pasos delante de esos
agujeros, de modo que se hubiera podido retirar la segunda sección sin peligro,
pues la primera, detrás, desde las piedras, hubiera podido seguir tirando, y
además, siendo pequeños los agujeros, no hubiera podido perseguirnos la
Caballería, y una vez dentro de las viñas ya estábamos casi seguros. En caso de
ataque, yo, con, mi sección, hubiera sido el último en retirarme de las viñas.
Volvieron de Roma los dos zuavos diciendo que el camino por las viñas, aunque
algo difícil, podría practicarse
bastante bien y que se llegaba hasta al lado de la Puerta del Pópolo sin ser
percibidos.
Enseguida
envió el Capitán a Roma a un dragón (pues teníamos siempre dos con nosotros)
para avisar que en caso de ataque nos retiraríamos por la viña, y no por la
carretera, y que, por consiguiente, los artilleros de Puerta del Pópolo podrían
disparar los cañones en cuanto viesen a alguien en la carretera. Al principio
del campo de maniobras de la Farnesina (a unos 200 metros del puente) había
puesto el Capitán a un centinela para vigilar la montaña de frente y la
carretera de Viterbo, porque delante del puente había una venta que hacía un
recodo bastante grande en el camino y, por consiguiente, no dejaba ver a los
del puente más que a unos cien pasos delante de sí. A la una, después de
mediodía, el centinela de la Farnesina (un piamontés, zuavo Biliet) disparó un
tiro de fusil, y poco a poco, según tenía orden, fue replegándose con mucha
calma hacia la segunda sección. Tanto esa sección, al otro lado del río, como
la mía a éste, se prepararon para el ataque, que creíamos indudable; cargaron
los fusiles y pusieron bayoneta al cañón. Los dragones pontificios que estaban
con nosotros, al ver esto, perdieron la cabeza, y sin reflexionar en nada ni
esperar se escaparon a Roma a la carrera para decir que el enemigo estaba en el
puente y que nosotros nos batíamos. Y esta alarma corrió de tal manera, que ya
contaban en Roma que la sexta del segundo había sido atacada por el enemigo y
destruida y no quedaban en pie más que el Teniente y tres o cuatro soldados.
Medio minuto antes del tiro de fusil habíamos oído el toque del clarín de los
italianos, que, sin conocerle, creíamos era la señal del ataque.
Sin embargo,
toda mi Compañía se condujo admirablemente y con la más grande sangre fría y
orden. Yo me puse delante de la sección para impedir que mis soldados tirasen
antes de mi orden y pusiesen matar a los de la segunda sección, que estaban al
otro lado del puente. Al momento que se oyó el tiro yo me había sentado en un
coche (que había traído un señor del Comité belga para traernos cigarros), y
después de varios días que dormía y me sentaba en el suelo, me parecía
delicioso descansar sobre los colchones del coche. Desde que se oyó el tiro no
pasaron tres minutos hasta que se vieron aparecer al galope en el recodo de la
carretera, delante de la venta, unos doce lanceros italianos a caballo.
En ese momento
se conoció la sangre fría y la grande disciplina de nuestros zuavos, que a
pesar de estar ya en la mira, con los fusiles cargados, estuvieron aguardando
la orden del Capitán para disparar. En el instante mismo se vio que el primer
lancero llevaba en lo alto de su lanza un pañuelito blanco. Por eso el
centinela de la Farnesina, siendo piamontés, conoció el toque parlamentario, y
en lugar de disparar sobre el grupo de lanceros que veía correr hacia nosotros,
disparó sólo un tiro al aire para ponernos en guardia. Con todo esto y con la
sangre fría y valor de nuestros zuavos se evitó una catástrofe, que podía haber
sido muy mala para nosotros y para las demás tropas.
Delante de la
venta se paró la escolta de Lanceros, y al mismo tiempo mi Capitán mandó
descargar los fusiles y quitar las bayonetas, lo cual se hizo en el acto; lo
mismo mandé hacer yo a mi sección, al otro lado del río, pues miraba lo que
hacía nuestro Capitán. Entonces se adelantó solo, a caballo, hacia nosotros el
coronel italiano Caccialupi (lombardo), Ayudante de campo del General Cadorna,
Comandante de las tropas italianas, después de haberse adelantado solo, hacia
él nuestro Capitán y haber puesto en la vaina el sable. Muy sorprendidos
quedamos, pues nunca creímos que llegase un parlamentario.
El Sr.
Caccialupi se apeó al momento del caballo pidiendo poder ir a Roma como
parlamentario para ver al General Kanzler. El Capitán le dijo que era preciso
ir a pie hasta Roma para avisar que viniesen a buscar al parlamentario con un
coche. Si hubiese estado allí un dragón hubiera sido muy cómodo. En su lugar el
Capitán mandó al Teniente para avisar al General Kanzler. Este Teniente tuvo
que ir a pie por las viñas, corriendo, con un calor muy fuerte. Entretanto, el
Capitán se paseaba sobre el puente con el Coronel italiano. El Capitán me mandó
(diciéndome “Monseigneur” expresamente, para que lo oyese el otro) que
reemplazase al Teniente en la segunda sección, que estaba al otro lado del
puente. Entonces vi que, a pesar de estar el parlamentario allí, las avanzadas
de los italianos tomaban puestos sobre una altura a unos 300 metros delante y
de frente al puente, y hasta cerca de una casa había trazas de que colocasen
unos cañones. Yo fui a decirlo al Capitán, que pidió razón al parlamentario, y
éste dijo que prometía, bajo palabra de honor, de que mientras él estuviera en
Roma no atacarían; pero, con todo, envió a un lancero a prevenir que guardasen
todas las posiciones que antes tenían, sin adelantar.
El lancero
fue despacio, y, a pesar de todo, al cabo de un cuarto de hora ya estaba de
vuelta, lo cual nos probó que el Ejercito italiano estaba muy cerca de nosotros.
Yo quedé con la segunda sección y no hablé al Coronel Caccialupi; pero mi
Capitán habló bastante con él. El Coronel manifestó su admiración al Capitán
por la disciplina de los soldados, que no tiraron sobre él, y dijo que no nos
creía tan cerca del puente; si no, hubiese venido con más precauciones. A esto
le contestó mi Capitán: “Mis soldados no tiran más que cuando les manda su
Capitán.” El Capitán se sentó al lado del puente, en el suelo, con el
Coronel, que hablaba muy bien el francés, y hablaron de la guerra de Francia y
de otras cosas por ese estilo, pero nada de lo que se iba a hacer. Sin embargo,
ya pensábamos nosotros lo que él
pediría, y estábamos deseosos de saber que le hubiesen dado respuesta negativa
a lo que iba a pedir. Dos lanceros con el caballo del Coronel pasaron el puente
Molle y allí quedaron todo el tiempo hablando con nuestros zuavos. Dijeron que
ellos venían a Roma porque se lo mandaban y sólo cumplían con su deber. Los
caballos eran flacos y muy mal entretenidos. Entretanto, unos Oficiales
italianos iban bajando de la altura, y el sargento nuestro, Serio, fue para ver
lo que hacían, y ellos entonces se retiraron.
El Capitán
Gastebois hizo traer desde la venta un fiaschetto de vino de Viterbo y
lo bebió con el Coronel italiano. También se dio a beber a los lanceros
italianos. A las dos llegó por la carretera de Porta del Pópolo un coche
cerrado con unos dragones para escolta, y dentro el Comandante de Estado Mayor
pontificio Rivalta. Mi Capitán tenía preparado un pañuelo limpio; pero el Sr.
Rivalta sacó otro que no lo era demasiado y con él cubrió los ojos del Coronel
Caccialupi, que subió en el coche con el Comandante Rivalta, y fueron a Roma
por Porta del Pópolo, a la casa del General Kanzler (creo fue al Ministerio de
la Guerra, a la Pilotta) Nosotros quedamos allí esperando y descansado, pues
teníamos confianza en la palabra del Coronel italiano. Poco después volvió
nuestro Teniente Derely con el caballo de un dragón. El pobre estaba cansado,
pues había corrido mucho para llegar a Roma y su traje estaba empapado de
sudor. Dijo que la noticia del parlamentario había puesto mucho movimiento en
Roma y que todos le preguntaban noticias de cómo se había pasado en puente
cuando llegó. Querían enviar a buscarle por un oficial de Zuavos, como debía
ser, habiéndole recibido los Zuavos; pero, por último, no lo hicieron. Después
de haber visto al General Kanzler y haberle pedido, en nombre de S. M. el Rey
Víctor Manuel, que en el término de veinticuatro horas sus tropas tuvieran
libre entrada en Roma, porque sólo vendrían para tener guarnición en ella y
asegurar el orden público, volvió a marcharse el Sr. Caccialupi, llevando la
siguiente carta para el General
Cadorna:
“He
recibido la invitación de dejar entrar las tropas bajo el mando de V. E. Su
Santidad desea ver Roma ocupada por sus propias tropas y no por las de otro
Soberano. Por tanto, tengo el honor de responder que me hallo dispuesto a
resistir con los medios que están a mi disposición y según me imponen el deber
y el honor.” Firmado por el General Kanzler.
A las tres
de la tarde ya estaba de vuelta en coche el Coronel Caccialupi, acompañado por
el Comandante Rivalta y el Capital Baumont, de Estado Mayor pontificio, y
además el Teniente Franquinet, de Zuavos, y una escolta de dragones. El coche
pasó el puente y se paró delante de la venta. Allí se apeó del coche el Coronel
Caccialupi; le descubrieron los ojos y estuvimos un ratito juntos bebiendo vino
de Viterbo. Luego el Coronel italiano se despidió de nosotros, nos dio las
gracias por todo dándonos un apretón de mano, subió a caballo y marchó al
galope por el camino de Viterbo.
Los
Oficiales pontificios nos dijeron entonces todo lo que había pasado en Roma y
cómo Su Santidad mismo no quería ceder a todas esas amenazas. Este fue un momento
de verdadero gozo para nosotros, pues así estábamos seguros de que tendríamos que batirnos. Nos mandaron
estar prontos y dispuestos, porque ya de un momento a otro podían avanzar las
tropas italianas, Entretanto, el Teniente Franquinet, de Zuavos, fue adelante a
caballo para ver si había movimiento en el campo italiano. Al mismo tiempo
volvieron a Roma los dos Oficiales de Estado Mayor. A las cuatro mi Capitán
mandó al sargento mayor Kersabieck para
que hiciese un reconocimiento. Éste marchó con los con los cuatro zuavos
españoles Sánchez, Gutiérrez, Martí y Escribá, y además el francés de Gardonne,
y Biliet. Este sargento mayor, que siempre se distinguió por su valor y sangre
fría, se adelantó con estos seis hombres hasta cerca del campamento italiano,
siempre andando por los campos y montes, entre el camino de Viterbo y el de
Civitá Castellana. Fueron tan lejos, que ya no se distinguían casi, y yo, que
estaba al otro lado del río, viendo sobre lo alto, a muchísima distancia,
algunos puntitos negros que se movían, creía que fuesen ya los italianos, que
se adelantaban.
Entretanto,
vinieron desde Roma unos cuantos soldados de Ingenieros para hacer una
barricada delante del puente y cortaron uno o dos árboles; pero al momento se
les figuró que llegarían los italianos
y se escaparon a Roma sin haber hecho nada. Entonces, nuestros zuavos siguieron
cortando algún otro árbol, y poniéndolos delante del puente formaron una
especie de barricada. En estas operaciones se rompió el hilo del telégrafo,
cayendo sobre él un gran árbol. El Capitán sintió mucho este percance; pero yo
me convencí de que era una gracia de Dios, porque el telégrafo ya no servía
para nosotros y únicamente podía hacernos daño si los italianos lograban
comunicar con Roma. A las seis y media de la tarde volvió el Teniente
Franquinet, diciéndonos que había encontrado allí cerca dos hombres sospechosos
y los había entregado a los zuavos que iban de reconocimiento, y que cuando
llegasen los guardásemos con nosotros. El Teniente Franquinet volvió a Roma. Y
a la siete llegó el sargento Kersabieck con los seis zuavos y los dos espías.
Dijeron que en el campamento enemigo se movían, pero parecía que no
adelantaban. Dos dragones volvieron también y quedaron al lado izquierdo del
río, a nuestra disposición. Todo el día lo pasamos sin comer y sólo tomamos
algunas uvas y un poco de vino.
Por la noche el Capitán envió un dragón a Roma para pedir que nos
relevasen o, a lo menos, nos enviasen algo para comer y los capotes para
cubrirnos, pues no teníamos ningún abrigo, y estando al lado del río, después
de los calores del día además de padecer el frío, la humedad podía darnos
calenturas. ¡Fue verdaderamente extraordinario cómo desdeque hicimos
esta vida agitada no tuvimos casi ningún enfermo en la Compañía, mientras antes
teníamos siempre muchos! Los dos espías los pusimos entre cuatro soldados, al
lado izquierdo del río. Ellos no tenían tampoco capotes y se quejaban del frío
y además tenían hambre. Esos dos iban a
Roma para ser sometidos a un Consejo de guerra y probablemente ser fusilados,
porque tenían verdaderamente trazas de espías. Uno era joven y otro viejo. Pero
preguntándoles por separado a cada uno de ellos lo que había hecho, visto y
cuándo se habían juntado los dos, cada uno contestaba de otro modo y se veía
que querían engañar.
A las nueve y media de la noche el Capitán, juzgando muy expuesto dejar
el puente abierto con sólo una barricada por delante, mandó traer la barricada
sobre el mismo puente, y así se hizo, empezando por poner debajo un coche
volcado hacia tierra, y por encima los árboles cortados. Después pusimos dos
soldados de centinela, y los demás, sobre las piedras del puente, descansábamos
al fresco. Siempre quedó la segunda sección delante y contra la barricada, y la
mía en lugar detrás del puente. A las diez, el sargento mayor se fue solo con
Sánchez, sin armas, hasta la hostería, exponiéndose bastante al ir solos tan
lejos y saltando por encima de la barricada. Yo le dije que no se expusiese
tanto; y él me contestó: “Es preciso que alguno se exponga, para el bien de
los demás ”. Y allá ordenó se hiciera café para todos, que tomamos
con mucho gusto y que nos hizo mucho bien, para despertarnos un poco. Él Capitán
dormía en el suelo; el Teniente, echado en el carro que formaba la
barricada; pero yo no quise dormir,
porque estábamos demasiado expuestos a que nos sorprendiese el enemigo. A pesar
de lo que el Capitán había mandado decir a Roma, no llegó nada y ya adelantaba
la noche oscura.
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