VIERNES 16
DE SEPTIEMBRE DE 1870
Villa Médici |
Poco después
de media noche salió un poco de luna, lo cual nos vino muy bien, para ver lo
que pasaba delante de nosotros. Ya estábamos dispuestos a pasar toda la noche
sobre el Puente Molle, cuando vino un dragón a anunciarnos que nos iban a
relevar. Efectivamente, a la una y media de la mañana llegó la cuarta Compañía
del primer Batallón, con el Capitán Desclée y el Teniente Mauduit, para
relevarnos. Esta Compañía, que fue una de las que se salvaron con la retirada
de Charette, perdió veinte hombres y el Subteniente, prisionero en Bagnorea, y
así ya estaba reducida a unos setenta hombres apenas. En cuanto llegó esta
Compañía, mi Capitán hizo reunir la
suya y marchamos a Roma, llevando entre las dos secciones los espías cogidos.
Llegando a
Puerta del Pópolo entregamos los dos espías a otras tropas, de los que no
supimos nada más; subimos a Villa Médici, cerca del Pincio, donde habíamos
dejado nuestras mochilas y capotes la víspera por la mañana. Los soldados
hallaron por toda comida una sopa, que los esperaba desde diez horas y que ya
estaba más que fría. La tomaron muy bien, y enseguida se acostaron en la
entrada de la Academia de Francia (Villa Médici), sobre un poco de paja,
donde ya había otros zuavos. En esta Villa estaban el Coronel Allet, el
Comandante Troussures y el Comandante Lambilly, y desde allí el Coronel Allet
mandaba las Compañías que estaban en su zona militar. Como tenía hambre, y a
esa hora no sabía donde ir a comer, aproveché del convite de un ataché de
la Embajada francesa, M. d´ Emoy, y juntamente con el Capitán y el Teniente fui
a comer a su casa, allí cerca. Aunque era una hora muy intempestiva (cerca de
las tres de la mañana), el buen señor nos dio excelente comida. Enseguida
volvimos a subir hasta la Academia de Francia, y las pobres rodillas, que no
habían gozado con la comida, como el estómago, se quejaban del peso que
llevaban.
En fin:
llegamos arriba y con mucho trabajo encontré un puesto que estuviese libre: me
eché sobre la paja y, abrigándome con mi capote, enseguida me dormí. Me
desperté cuando ya era completamente de día, y sufrí bastante frío, pues
llevaba poco abrigo durante la noche. Vi a nuestro querido Coronel Allet, que
me dijo que no había nada de nuevo por ese día. Por lo mismo, en cuanto tuvimos
comida la sopa, a las nueve, el Coronel dio orden para que la sexta del segundo
fuese a su cuartel para limpiarse y descansar un poco, pues había venido allí,
en lugar suyo, otra Compañía. Recibimos esta noticia con mucho disgusto, y los
mismos soldados decían: “El cuartel es una prisión.” Y especialmente
temíamos que, una vez en el cuartel, no seríamos ya de los primeros en
batirnos. Y además, estábamos ya acostumbrados a vivir al aire libre y nos
gustaba mucho.
Hube de
obedecer, y las nueve y media, atravesando por la Plaza de España, el Corso y
Ripetta, llegamos a nuestro cuartel de San Agustín, que habíamos dejado en la
noche desde el 13 al 14.
Pasando por las calles vimos que casi cada casa llevaba su
bandera, y todo esto por miedo del bombardeo o de un saqueo. En el cuartel se
mandó que todos quedaran consignados y que nadie pudiera salir. Además, un
Oficial debía quedar, a lo menos, siempre en el cuartel. Como yo estaba de
semana quedé en el cuartel. Entretanto los soldados se lavaron, mudaron de ropa
y se arreglaron un poco. Yo me hice traer un almuerzo allí. El Marqués de Villadarias
vino a visitarme en el cuartel, y también Manuel Echarri, que me trajo cosas
que necesitaba. A las cuatro y media de la tarde vino al cuartel el Teniente
Derely, y yo marché a mi casa, al número 300 al Corso, con mucho gusto. Allí me
lavé y limpié, después de muchos días que no tocaba el agua, y me pareció
renacer y quedar como si no hubiese hecho nada hasta entonces.
A las cinco
comí en casa con mucho gusto, y a las siete volví otra vez al cuartel. Entonces
se marchó el Teniente. Por la noche, en el cuartel, los zuavos, casi todos
holandeses, iluminaron un altarito delante de la Virgen, y hasta las diez no
hicieron más que cantar. Después me
puse yo sobre una cama para descansar; pero las muchas pulgas que había en el
cuartel no me dejaban dormir, a pesar del sueño que tenía, y ya echaba de menos
la cama del Puente Molle, sobre las piedras, y por cabecera, la acera del
puente. Pero a las once y media el buen Teniente Derely vino al cuartel y dijo
que iba a dormir allí y que yo me fuese cómodamente a mi casa, dejando a mi
asistente Sánchez en el cuartel, con orden de llamarme si ocurría algo.
En las
calles no había nadie, y la ciudad estaba tan tranquila como siempre. En la
plaza Colonna estaban acampadas dos compañías de zuavos y bastante artillería.
Fui a casa, la que encontré cerrada; me abrieron y subí a mi cuarto, en donde
estaba Manuel; me acosté en mi buena cama, lo cual me pareció delicioso, y
dormí perfectamente.
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