MIERCOLES 14
DE SEPTIEMBRE DE 1870
A las doce y media de la noche ya estaba yo en
pie, tomé mi revólver, mi manta y mis cositas, me despedí del buen Manuel
Echarri, que estaba triste mientras yo estaba muy alegre, y marché al cuartel
de San Agustín. A la una y cuarto de la mañana se tocó el “rappel sac au
dos”, y a la una y media, el “rappel” en el patio del cuartel.
En las caras
de todos los soldados se veía la alegría. Todos llevaban la mochila, con
capote, manta y tienda de campaña, bidones y 100 cartuchos por cada hombre.
Teníamos allí 40 filas, es decir, 80 hombres y cuatro clarines. A la una y tres
cuartos llegaron al cuartel el Capitán Gastebois y el Teniente Derely. El
Capitán hizo un pequeño discurso, recomendando mucha obediencia a sus órdenes,
mucho silencio durante la marcha y mucho ánimo, el que no nos hacía falta, a
Dios gracias. Enseguida salimos del cuartel de San Agustín por el flanco, como
siempre.
Puerta del Pópolo |
El Capitán se quedó allí, cerca del puente,
con lo restante de la Compañía. A cada uno de nosotros nos mandó marchar
adelante por espacio de un cuarto de hora o poco más, y hallando un buen punto
para dominar los caminos, debíamos pararnos, quedar allí en atención, como
puestos avanzados, y en cuanto viésemos legar a las tropas italianas debíamos
retirarnos al puente, sin tirar ni un tiro. Nos dio a cada uno de los oficiales
un dragón a caballo para que después de parados se lo enviásemos a él para
darle cuenta de lo que hubiésemos hecho y visto.
Yo marche
al momento con 25 hombres, el sargento
Blevenac y el sargento Boissoreil. La noche era bastante oscura, y como yo casi
no conocía ese camino me estaba siempre con un poco de cuidado. El camino era
bastante accidentado, y en varios puntos encerrado por los lados, de modo que
se veía muy poco adelante. Pasé a los diez minutos delante de un caminito que
venía desde el camino de Viterbo, según
parecía, y como sospeché que sería peligroso, dejé allí al cabo Hofmann,
con seis hombres para que lo vigilase y guardase. Seguí adelante con los demás
zuavos pero nunca se llegaba a un punto de donde se dominase el camino, y como
yo me hallaba ya demasiado lejos del Capitán
y en caso de apuro era fácil rodearme y cogerme prisionero, anduve pocos
minutos más, y luego me paré.
Envié adelante
al dragón a caballo para ver dónde concluía la subida del camino. Éste fue al
galope y volvió diciendo que todavía había mucho que andar; por lo cual, para
seguir las órdenes recibidas, volví atrás unos cuantos minutos, y reuniéndome a
los seis hombres que había dejado atrás, me paré. Puse un centinela avanzado
sobre la carretera, a unos cien pasos, y luego, subiendo una pequeña altura al
lado del camino, coloqué dos centinelas allí arriba con orden de mirar
atentamente el camino y avisarle por cualquier cosa que viesen. Envié luego el
dragón al Capitán para decirle que no había nada de nuevo y que ya había
encontrado un punto para pararme.
El Teniente
había andado un poco más que yo sobre el camino de Viterbo, pero yo no sabía
dónde estaba, pues los dos caminos estaban muy separados el uno del otro. Por
buena dicha teníamos un poco de luna, de manera que se veía algo delante de
nosotros. Los demás soldados se echaron en el suelo para descansar, pues las
mochilas les pesaban bastante. Yo no paré ni un momento, pues de noche y sin
conocer el terreno ni los movimientos de los italianos, no quedaba tranquilo.
Todos los que pasaban por el camino los paraba y les hacía preguntas, pero los
más venían de cerca. Después, a cada momento, subía yo sobre la altura para
dominar la carretera. También había trabajo para impedir que los soldados
durmiesen y no hablasen, pues debíamos escuchar atentamente todo ruido, y
varias veces me puse al suelo para oír mejor.
Mucho gusto me
dio cuando, a las cinco y media, vimos el principio de la aurora. Sin embargo,
entonces empezó a hacer bastante frío y una humedad terrible. Nos decidimos a
cortar ramas y hacer un buen fuego, y allí al lado estuvimos todos muy
agradablemente. Los soldados no podían ponerse el capote, pues había que tener
las mochilas hechas. Sin embargo, viendo que no había nada nuevo, les permití
quitárselas. Siempre quedaban tres zuavos de centinela, adelantados, como dije
antes.
Entonces encontramos un buen aldeano que nos trajo uvas, que comimos con
gusto, juntamente con un poco de pan que teníamos en nuestros bolsillos. A las
seis llegó un zuavo de los que estaban con el Capitán y nos trajo café para
todos, que habían hecho en la venta de Puente Molle. Lo tomamos con gusto;
luego oyeron un par de tiros que nos llamaron la atención, pues venían de la
parte donde estaba el Teniente. Y yo tenía orden de replegarme adonde estaba el
Capitán si oía un tiro en la dirección donde había ido el Teniente. Sin
embargo, como no oí nada más, quedé allí y sólo envié al sargento Boissoreil
con el zuavo Zimmermann, adonde estaba el Capitán. Después de algún tiempo volvió
el sargento diciendo que no había nada, que todo estaba tranquilo y que quedase
donde estaba. Entonces, con un poco de trabajo, logré poner un centinela en un
punto elevado, desde donde podía ver el camino nuestro y al mismo tiempo oír si
el Teniente disparaba un tiro. Ahí quedamos tranquilamente hasta las ocho
y media, y creíamos ya tener que quedar
allá todo el día, cuando vimos llegar a un dragón a todo escape, el cual apenas
se paró un momento para decirnos que ya estaban allí cerca las tropas italianas
y que apenas tendríamos tiempo para replegarnos.
Puente Molle |
En este tiempo
el Capitán quería hacer saltar el puente, pues así le habían mandado la víspera;
pero se habían olvidado de minar el puente, de suerte que nosotros hubiéramos
debido hacerle saltar con fósforos, lo cual no era factible, como puede
comprenderse. El sargento mayor Kersabieck y la media sección se condujeron
admirablemente, con una serenidad inmensa y mucho valor, pues allí estaban
seguros de morir todos si venían a ser atacados. En las primeras filas se
encontraban muchos españoles y se condujeron muy bien. El primer rango tenía
rodilla en tierra, el otro estaba de pie. El Capitán, el Teniente y yo íbamos
de cuando en cuando sobre el puente para examinar la carretera, y aseguro que
necesitaba valor para quedar parado allí. El Capitán de Gastebois había escrito
un billetito, y lo había enviado a Roma por medio de un dragón, para pedir que
le diesen órdenes fijas para defender el puente hasta lo último o para
replegarse a Roma.
A las nueve y
media nada había llegado todavía, y el Capitán y todos nosotros, viendo que nos
olvidaban, empezamos a perder la paciencia. Nuestra posición era muy peligrosa,
pues en caso de que nos atacasen no teníamos más retirada que la carretera que
va de Puente Molle a Porta del Pópolo, entre dos murallas y toda derecha, y si
los italianos ponían un cañón al otro lado del puente destruirían muy
fácilmente nuestra Compañía, sin que los artilleros pontificios pudiesen hacer
fuego desde Puerta del Pópolo por causa nuestra. Este camino tenía cerca de
tres cuartos de hora de largo, a pie. A
las diez, viendo el Capitán que no le enviaban ninguna orden y juzgando imposible
e inútil ya el defender un puente como ése, hizo reunir toda la Compañía y
marcharnos hacia Roma por medias secciones en columna, con bayonetas al
cañón, para poder, en caso de que la
Caballería nos atacase, hacer media vuelta, parándonos, y resistir fuertemente.
El Capitán
estaba muy disgustado de no recibir órdenes y se puso sentado en el suelo,
dejándonos retirar a nosotros, de modo que ya apenas le veíamos. Entonces vimos
de lejos mucho polvo, y creyendo que fuese Caballería enemiga, ya temimos que
el Capitán fuese prisionero; pero, el pobre, corriendo y cansándose mucho,
logró alcanzar la Compañía nuestra, que estaba parada para aguardarlo. En lugar
de enemigos eran dragones que venían desde el puente Molle, y nos dijeron que
los italianos venían con artillería para hacer fuego.
Osteria di Papa Giulio |
A las once
vino allí, en coche, Mgneur. Daniel (capellán mayor) para vernos. Nos dijo que
Charette estaba salvo, pues había telegrafiado por la mañana, muy temprano,
desde Civitá Vecchia, adonde había llegado sin perder un solo hombre, a pesar
de ser perseguido todo el tiempo por numerosísimas fuerzas
italianas, y esperaba legar cuanto antes a Roma por ferrocarril. Esta noticia
nos animó muchísimo, pues ya creíamos a Charette y sus zuavos prisioneros,
suponiendo que aquél viniese desde Vetralla a Baccano para tomar el camino de
Roma a Viterbo, y nosotros ya sabíamos que los italianos acababan de llegar a
ese mismo camino. El capellán volvió a marchar a Roma. A cada momento llegaba
un dragón y nos daba otras noticias, que generalmente no eran exactas. Algunos
lanceros italianos habían pasado el puente, y viendo que no había nada habían
vuelto otra vez atrás.
Quedamos así,
siempre andando arriba y abajo por el camino, sin saber nada hasta las doce y
media (después de medianoche). Entonces llegó para relevarnos la tercera
Compañía del tercer Batallón (Cap. Du Reau, francés; Subteniente Taillefer,
canadiense; Subten. Tucimei, napolitano). Quedamos juntos allí, pues creíamos
ser atacados por los dos caminos: el del puente Molle y el Acqua Accetosa; pero
viendo que nadie llegaba, nos marchamos, y a la una y media entramos en Roma
por Puerta del Pópolo. Allí formamos los pabellones y nos pusimos a descansar.
Nos alcanzaron allí unos diez zuavos de nuestra Compañía, que habían quedado la
víspera de guardia, sin haberlos podido relevar; con ellos llegó el cabo
Monginoux y el zuavo Hendrix, que salió del hospital para alcanzar a su
Compañía sin estar todavía curado del todo. El zuavo español Ortiz, de mi
Compañía, por el cansancio, cayó enfermo bastante gravemente y fue preciso
enviarle luego al hospital.
Allí, en la
plaza del Pópolo, nos acostamos sobre las piedras y descansamos muy bien. La
plaza no se reconocía; estaba llena de piezas de artillería y furgones
militares y había centinelas en las embocaduras de las calles de Ripetta, del
Corso y de Vía Babuino, para impedir a la gente pasar adelante. Todas las
tiendas de Roma quedaron cerradas ese día, pues se creía sucedería algo fuerte.
A las dos de la tarde, la Cuarta Compañía del tercer Batallón (Cap. Du Bourg,
Subten. Pavy, Subten. Bouden), que estaba de guardia en Puerta del Pópolo,
recibió la orden de salir para proteger a la Compañía de Mr. Du Reau. Entonces
yo quedé de guardia a la puerta con treinta y cinco hombres, en lugar del
Subteniente Boulen, y el Teniente fue de guardia allí al lado, con otros
treinta y cinco, al Abatoire, donde habían hecho una barricada al lado del
Tíber. Los soldados comieron un poco de carne fría, y nosotros, los Oficiales,
nos hicimos traer alguna comida. Siempre estábamos con el anteojo para ver
desde lejos las dos Compañías de Zuavos, que creíamos se batirían de un momento
a otro.
Ningún paisano
ni militar podía entrar ni salir por la puerta, aunque llevase permiso escrito;
ésa era la consigna que me dieron. Había dos piezas de artillería detrás del
terraplén, delante de la puerta, que estaba abierta, y contra el terraplén,
cubierto de sacos con tierra, estaban siempre unos quince zuavos, pronto a
hacer fuego. Allí supe que, por la mañana, la sexta Compañía del tercer
Batallón (Cap. De Fabry, Ten. Du Ribert y Subteniente Gasconi), que estaba de
avanzada en el monte Mario, había visto las tropas italianas. La vanguardia de
esta Compañía, que consistía en un sargento (inglés) y ocho zuavos, fue atacada
por un regimiento de Lanceros italianos. El sargento se defendió con mucho
valor, causó muchas pérdidas a los Lanceros, pero recibió dos heridas él mismo,
y otros tres o cuatro zuavos fueron heridos y uno muerto; tuvieron que quedar
prisioneros. Después supimos que había muerto el sargento a causa de las
heridas. La Compañía también disparó algunos tiros y un Capitán italiano quedó
muerto. Pero después, la misma sexta Compañía del tercer Batallón tuvo que
retirarse por Puerta Angélica a la Plaza de San Pedro donde estaba destinada.
A las tres de
la tarde tuve el gusto de ver llegar en un coche, con M. Kanzler, al Teniente
Coronel Charette, que, después de una magnífica y brillante retirada, había
llegado a Roma a la una. Los italianos le habían perseguido hasta Vetralla,
adonde llegó Charette por la noche. Los italianos le rodearon en ese pueblo,
creyendo que dormiría allí, y hasta hicieron publicar en los diarios italianos
que Charette, con toda su gente, estaban prisioneros suyos. Pero Charette fue
más listo que ellos, y en lugar de irse por la carretera, como ellos creían,
tomó pequeños caminos de campo y hasta veredas por medio de las montañas, de
modo que los mismos zuavos tuvieron que llevar a veces a hombros los dos
cañones, para subirlos por puntos muy montañosos, y así también para llevar la
ametralladora, habiéndose roto una rueda de ésta. Pero llegó, por fin, feliz y
gloriosamente a Civitá Vecchia. Y tomando un tren especial, aunque le dijesen
que era muy peligroso volver a Roma porque los italianos por varios puntos
venían para cortar el ferrocarril, él no tuvo miedo, se marchó y llegó
felizmente a Roma, enteramente negro, pues quiso hacer todo el viaje de pie,
sobre la locomotora, para dominar el camino, y en su caso, hacer parar el tren
y defenderse contra las tropas que pudiesen atacarle. Como no había puesto en
el tren, así dejó Civitá Vecchia el pelotón de Dragones a caballo y las dos
piezas de artillería, que eran las mejores. La ametralladora llegó a Roma.
La Compañía de
Valentano (con el Cap. Kermoal, Ten. Van der Straten y Subten. Artz), no
pudiendo alcanzar a Charette, sin mochilas ni estorbos, vino directamente a
Civitá Vecchia por las montañas, y llegó pocas horas después de la marcha de
Charette; pero esta Compañía ya no pudo volver a Roma, pues los italianos
ocuparon el ferrocarril. Este mismo Capitán había enviado todas las mochilas
directamente a Civitá Vecchia, sin escolta, por medio de un aldeano, en un
carro cubierto de paja, y el buen hombre le entregó todo en dicha población,
con mucha exactitud. Nosotros felicitamos muchísimo a Charette por su dichosa
llegada a Roma, y en seguida de examinar los trabajos de la Puerta se marchó el
Teniente coronel, pues estaba cansadísimo. Con la llegada de Charette teníamos
ya 700 zuavos más en Roma, lo cual nos alegró mucho.
Villa Ludovisi |
La noche era
muy oscura y empezaba a llover un poquito. Atravesamos gran parte del jardín
por caminos desconocidos y oscuros; por último llegamos a una especie de casa o
salón lleno de paja, en donde hallé a nuestro Capitán Gastebois con lo restante
de la Compañía. Como llovía un poco hicimos entrar allí a todos nuestros
hombres, aunque algo apretados, cada uno con su fusil y mochila, para pasar la
noche. Dejamos unos veinte hombres con dos cabos y un sargento de guardia
contra las murallas de la ciudad, pues la Villa Ludovisi, que ocupa muchísimo
terreno, desde más allá de la antigua Puerta Pinciana hasta la Puerta Salara,
está junto a las murallas de Roma. A las diez y media nos echamos sobre la
paja; los Oficiales juntos en un rincón, y como si fuese la mejor cama del
mundo, nos dormimos a los pocos minutos.
Pero a las
once y media me desperté al ruido de unos clarines, que parecían los de Puerta
Pía, y que tocaban “De bout”, y luego “Garde a Vous”. Yo desperté
al Capitán, que oyó la misma cosa, y mandó levantarse a toda la Compañía. Con
mucho trabajo llegamos a despertar a los zuavos, ya cansados, y formamos la
Compañía sobre dos rangos para estar prontos a marchar. Enviamos al cabo
Almela, sobrino de Aparisi y Guijarro, valenciano, con el americano Torral y
otros tres zuavos, a la entrada del jardín para que quedasen allí toda la
noche, y el Teniente se paseó por el inmenso jardín, al lado de las murallas,
para ver si oía o descubría algo. En el jardín había muchos obreros con hachas
encendidas que estaban haciendo un largo foso y un terraplén detrás de las
murallas, que eran tan débiles que hubieran caído a los primeros cañonazos.
Luego volvió el Teniente diciendo que nada había y que en Puerta Pía todo
estaba tranquilo. La noche era muy oscura y nosotros no conocíamos nada de todo
aquel terreno, de modo que hubiera sido muy fastidioso tener que hacer algo
así, a ciegas…
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