jueves, 20 de septiembre de 2012

Las Memorias de Alfonso Carlos: Martes 20 de septiembre de 1870.

MARTES 20 DE SEPTIEMBRE DE 1870


A las cuatro y tres cuartos de la mañana empezamos a oír cañonazos. Yo dormía tan bien, que no podía despertarme, y fueron los otros oficiales los que me dijeron que ya se oía el cañón. A las cinco los cañonazos eran más frecuentes, siempre en la dirección de Puerta Salara y Puerta Pía. Pocos minutos después de los primeros cañonazos, ya estaba mi Compañía formada en el pequeño camino donde habíamos dormido la noche anterior.

Mi Compañía estaba de reserva, a las órdenes del Coronel, para ser enviada al punto de mayor peligro por donde atacasen los italianos. Entretanto, todas las Compañías de Zuavos de que hablé antes, y que ocupaban la zona mandada por nuestro Coronel, desde la Puerta Pía hasta la Puerta del Pópolo, estaban en guerrillas sobre las murallas, y a las cinco, o poco más, empezaron los nuestros a hacer fuego contra la Villa Borghese y la Villa Albani. Pero todas estas Villas estaban rodeadas de árboles y los italianos se escondían detrás de ellos, haciendo fuego sin que los zuavos pudiésemos verlos.

La Villa Borghese llega hasta las murallas de Roma, pero está fuera de la ciudad. En la Puerta del Pópolo estaba la cuarta del tercero de Zuavos, y creo que también la tercera del tercero; pero por allá no atacaron los italianos. Ya se oían también las balas delante de la Villa Médici; nosotros nos paseábamos por allí para ver lo que sucedía. Yo subí sobre las murallas para observar mejor la Villa Borghese; pero apenas se distinguía que había gente, sin ver a nadie a causa de los muchos árboles; sin embargo, los zuavos tiraban con mucho empeño y es probable que alguno de los italianos haya quedado herido. Nosotros tuvimos tiempo de tomar nuestro café con el acompañamiento de la música de los cañones.
                            
Estábamos muy impacientes por ir al fuego. A las cinco y cuarto pasó a caballo el Comandante de nuestro Batallón, Troussures, con el ayudante mayor, Capitán  De Ferron, y fueron, por la Villa Ludovisi y Bonaparte, hasta la Puerta Pía, para ver lo que sucedía y lo que había que hacer. A las cinco y tres cuartos ya volvió el Comandante Troussures, diciendo que el bombardeo era muy fuerte, que los dos cañones de Puerta Pía hacían tanto fuego como podían, y que las Compañías de Zuavos de dicha Puerta, especialmente la quinta, hacían una gran defensa. El ejército italiano ya estaba en vista y hacía mucho fuego. En fin, dijo que parecía que el ataque empezaba de veras. Y enseguida, con el consentimiento del Coronel, mandó que la sexta del segundo (mi Compañía) marchase a la Villa Ludovisi. Esta noticia fue recibida por mi Compañía con un gozo extraordinario y se veía la alegría en las caras de todos los soldados.

En un momento llegamos (antes de las seis) a la Villa Ludovisi y nos paramos en el centro del jardín, contra las murallas, quedando prontos para acudir a cualquier punto. Allí se oían mejor los cañonazos, y ya iban pasando sobre nuestras cabezas balas y granadas. Nosotros estábamos esperando y nos sentamos en el suelo; yo recomendé a mis soldados que se sentasen hacia delante, par que si les tocaba una bala no quedasen heridos por la espalda. En las murallas, detrás de las aspilleras, había zuavos de la cuarta del segundo y tiraban contra la Villa Borghese. A poca distancia de nosotros quedó herido un zuavo en una pierna, y supimos luego que el primer muerto pontificio había sido un médico de los Suizos, así como que el pobre Doctor Vincenti (Médico mayor de Zuavos) había sido herido de gravedad en una pierna.

Poco tiempo después pasó delante de nosotros, a caballo, nuestro Coronel Allet, tan sereno como si fuese a paso. Marchó a la Puerta Salara para ver allí lo que pasaba. Luego vimos a varios soldados de Ingenieros que corrían hacia la ciudad y los paramos; pero ellos dijeron que no querían quedar allí, porque el enemigo hacía fuego, y se sirvieron de sus piernas para escaparse. Nosotros no les hicimos nada, pero les tratamos de cobardes, como merecían. Venían de concluir los trabajos cerca de la Puerta Salara.

El fuego se hacía más lleno. A las seis y media, o poco más, vino el Comandante Troussures y nos mandó a la Puerta Salara. Fuimos allá, atravesando toda la Villa Ludovisi, y pasando por un punto donde había 12 barricas de petróleo, por si acaso abriesen allí la brecha los italianos, al entrar ellos prender fuego al petróleo. En ese punto hicimos tirar a los zuavos todos los cigarros que iban fumando, pues era peligroso. Llegamos A Puerta  Salara;  pero como allí estaba la sexta del primero, nos mandaron entrar en el jardín de la Villa Bonaparte, que está al lado derecho de Puerta Salara. Llegamos allí cuando ya empezaba a abrirse la brecha, que (según los mismos italianos nos dijeron después) fue abierta por el fuego de 90 cañones, puestos, primero a 1.000 metros, y después, a 800, de las murallas. En este punto fue donde más peligro tuvimos, y puedo decir que resultó milagroso que ninguno de nosotros fuera herido en ese tiempo. El ruido de las bombas, granadas y schrapnels que caían contra la muralla, y en el jardín contra los árboles de Villa Bonaparte, era terrible, pues las granadas caían como una lluvia, rompiendo  grandes árboles y haciendo caer las murallas.

El Coronel Allet mandó enseguida que nuestra Compañía adelantase un poco más, hasta cerca del punto donde iba abriéndose la brecha, para estar más prontos en cuanto concluyeran los cañonazos y llegaran al asalto los italianos, para ir nosotros a la bayoneta a defender la brecha. Después hizo poner la primera sección (que yo mandaba) casi frente a la brecha, a unos 80 pasos, desplegados en guerrilla detrás de los árboles. Yo hice poner a todos mis soldados de rodillas para que tuviesen menos peligro; pero yo debía vigilar la sección, y por eso me paseaba delante de mis zuavos.

La brecha iba abriéndose delante de nosotros, a poca distancia, a la derecha de Puerta Salara. Las murallas eran del tiempo de Belisario y caían muy fácilmente. Junto a nosotros caían granadas y reventaban a pocos pasos, sin que los pedazos que saltaban en el aire  nos tocasen. La segunda sección había quedado junto a la muralla, con el Capitán y el Teniente. El Coronel, que no conoce el miedo, se ponía delante de todos a caballo, por lo cual estaba en un peligro terrible, y miraba la brecha que se abría con admirable serenidad

Poco después de las siete llegó el Comandante Troussures y persuadió al Coronel de que era inútil exponer la Compañía de esa manera, porque aunque no estuviésemos delante de la brecha, siempre teníamos tiempo de correr a ella en cuanto cesara el fuego de los cañones. Entonces me mandaron reunirme a la otra sección y yo hice salir a mis soldados de detrás de los árboles, y reunimos la Compañía cerca de la Puerta Salara, en la misma Villa Bonaparte, a unos 100 metros de donde había empezado la brecha.

Desde aquí se veía muy bien la repetida brecha, que ya tenía una achura de 20 metros. Estando aquí, una granada vino a caer a unos tres pasos de mí, después de pasar sobre las cabezas de todos los de mi Compañía. Por gracia de Dios no reventó, pues si no, hubiéramos quedado muertos muchos. La brecha seguía ensanchándose y las balas y granadas se cruzaban, pues recibimos algunas por delante de nosotros y otras de costado.  Paramos nuestra Compañía enteramente contra las murallas, pero tampoco allí había seguridad, y a cada lado veíamos venir en el aire hacia nosotros, teniendo tiempo para echarnos al suelo, a fin de que al reventar no nos tocasen los pedazos, que generalmente saltan hacia arriba.

El Comandante Troussures volvió allí a las siete y cuarto, y viendo cómo todavía estábamos muy expuestos sin necesidad, nos mandó salir del jardín, y pusimos nuestra Compañía en una especie de patio que se hallaba entre la Puerta Salara y el jardín Bonaparte. Allí cerca, detrás de una pared, estaba la cuarta Compañía del segundo Batallón (Cap. Berger, Ten. Rabé, S. T. Bouquet). Mi Compañía se puso al abrigo, detrás de una muralla del jardín. Dejamos un zuavo en el punto donde estábamos antes para vigilar la abertura de la brecha y ver si adelantaba. Yo fui varias veces a ver la brecha, a pesar de las granadas que barrían el camino. A las siete y media vino adonde estábamos el capellán inglés de Zuavos Monseigneur Stohner, y habiéndose puesto de rodillas todos los de mi Compañía, nos dio la absolución “in articulo mortis”. En ese momento, como yo había ido a ver la brecha y llegué un momento más tarde, me puse de rodillas en medio del camino por donde pasaban las granadas, y si la absolución dura un poco más me alcanza alguna de ellas. Nos levantamos entonces más animados que antes, si era posible estarlo, y cubiertos como íbamos de medallas, cruces y escapularios, confiábamos que el Señor nos ayudaría, como lo había hecho hasta entonces, pues era extraordinario que nadie de mi Compañía estuviese todavía herido.

Algunos españoles de mi Compañía se juntaron entonces a rezar el Rosario, entre ellos Martí, Sánchez, Gutiérrez y mientras rezaban, Martí, un valenciano, recibió un pedazo de granada en la nariz, que no le hizo más que una pequeña rascadura en la piel, y así le dejó un pequeño recuerdo. A otro zuavo de mi Compañía le cayó un pedazo de granada (que había reventado al lado) dentro del saco de pan, sin hacerle la más pequeña herida. Era éste el zuavo Clavero (de Málaga), quien me enseñó el casco de Granada, que todavía estaba muy caliente. Estas y otras casualidades por el estilo nos llamaban mucho la atención. Nuestros zuavos rezaban con la mayor devoción, a pesar del ruido que oíamos por todas partes.

A las siete y tres cuartos el Comandante Troussures nos mandó cambiar de posición, y pusimos nuestra Compañía al lado de la Puerta Salara, sobre el camino que va desde la Puerta Pía a la Puerta Salara, colocándonos contra una muralla del mismo camino que cercaba la Villa Bonaparte. En este tiempo el Capitán Ayudante, Mayor de Fumel, fue a pie por en medio del jardín Bonaparte hasta la Puerta Pía, por orden del Comandante Troussures, para ver lo que sucedía allí, y fue con grande peligro de su vida.

En la Puerta Salara, que estaba llena de tierra hasta la mitad y barricadeada por dentro, se encontraba, como ya dije, la sexta del primero (Cap. Joubert).

A las ocho, el Comandante Troussures nos mandó retirar de este punto y ponernos al principio de la Villa Ludovisi, a pocos pasos de la Puerta Salara, contra una pequeña casita. Apenas habíamos concluido este movimiento cuando llegó una granada contra la pared debajo de la cual habíamos estado unos dos minutos antes, y echó a tierra buena parte de la muralla en el mismo punto de donde acababa de marchar mi Compañía. Todos quedamos parados al ver esto, y dimos gracias a Dios por habernos tan visiblemente librado de semejante peligro, pues si no hubiésemos marchado de allí seguramente habríamos tenido varios muertos y heridos en ese punto. A las ocho y cuarto llegó allí, al lado de nosotros, la primera Compañía del tercer Batallón (Cap. Thomalé, Subteniente Garnier y Scarsez) como refuerzo, y también se paró en la Villa Ludovisi. El fuego no cesaba nunca ni un momento, y era tanto el ruido, que nos habíamos vuelto sordos.  ¡Ya pensábamos lo que sería el sitio de Estrasburgo! Al lado de la Puerta Salara, sobre las murallas estaban los zuavos de la sexta del primero, y a cada granada que caía junto a ellos gritaban: “¡Viva Pío IX!” de modo que a los primeros gritos creíamos era un herido que llamaba, porque no podían distinguirse las palabras. Un sargento de la misma Compañía estaba con tres o cuatro zuavos sobre las murallas en un punto donde caían tantas granadas y balas que temblaba el muro y corría mucho riesgo de caerse con él; pero este sargento, con muchísimo valor, siguió allí apuntando al enemigo, muy tranquilamente.

Al lado derecho de Puerta Salara, sobre las murallas, un zuavo francés (Estourbillon) tiraba sobre el enemigo, y con gran atrevimiento levantaba la cabeza por encima de la muralla para apuntar mejor. Pero una bala enemiga le entró por la frente, saliendo por detrás de su cabeza. El pobre zuavo, sin pronunciar una palabra, cayó al suelo al instante. Un sargento de Zuavos tuvo el calor de tomarle sobre sus espaldas y bajarle de las murallas; pasó por delante de nosotros con el muerto, que tenía los sesos por fuera de la cabeza y le caía la sangre por todo su cuerpo, y le llevó hasta la entrada de la Villa Ludovisi (cerca de la primera del tercero), donde estaba la ambulancia. A todos produjo mucha impresión el ver esta primera víctima, pensando que lo mismo podía sucedernos a nosotros. Yo me fui detrás del cadáver e hice bajarle del coche en donde los zuavos le colocaron, pues me parecía inútil poner en él a un muerto, mientras se podía necesitar luego para los heridos. El coche era un ómnibus de una fonda, con caballos del tren, pero allí no había médico ni capellán. Pusieron al zuavo Estourbillon en el suelo, sobre la hierba, y todavía el pobre torció los ojos e hizo gestos, abriendo la boca, pero seguramente había muerto. Pensé que ése iría directamente al Cielo como un mártir.

El Sr. De Cristen (Oficial de Estado Mayor), que estaba en la Puerta Salara cogió luego el fusil de este pobre zuavo para servirse de él; pero tuvo que limpiarle todo con su pañuelo, pues estaba cubierto de sangre y con partículas de sesos del pobre muerto. Los oficiales de las tres Compañías que estábamos allí nos sentamos contra el terraplén, delante de la Puerta Salara, y a cada momento teníamos que sacudirnos, pues saltaban sobre nosotros pedazos de piedras y cal de la puerta. Gracias a Dios, nadie fue herido.

Las balas de los cañones italianos caían muy bien en el punto que querían sus artilleros, y la brecha se había abierto de tal manera, que ya tenía 40 metros de anchura. No se puede explicar el destrozo que estaba haciéndose en el jardín y en la casa de Bonaparte después de una lluvia de granadas tan abundante y por tantas horas. El Capitán de Fumel volvió allí sin la más pequeña herida, pasando por delante de la brecha, y nos alegramos mucho de verle, pues ya le creíamos muerto. Él nos dijo que en Puerta Pía se batían muy fuertemente y que los italianos iban avanzando ya en masas enormes por diversos puntos. Ya tenían sus cañones a unos 800 metros de la ciudad.

En estos momentos llegó en coche un ayudante de Zuavos con muchas municiones para nosotros, y las pusimos dentro de la casita que estaba al lado de la Puerta; pero, desgraciadamente, no nos sirvieron. Este ayudante nos dio la noticia de que en el Pincio habían quedado heridos dos Oficiales de Zuavos; el Teniente Brondois, que mandaba allí la Compañía de Subsistencia, y el Teniente Niel, a quien iban a cortar a pierna, pues estaba muy mal herido. Muchos sentimos esta noticia.

A las nueve y cuarto el Comandante Troussures envió al ayudante Nini a la Puerta Pía para traer noticias de lo que pasaba allí. Poco después volvió el ayudante diciendo que no había nadie para defender aquel punto y que las dos piezas de artillería estaban desmontadas y sin tener quien las sirviera. Al saber esto el Comandante Troussures quiso enviar allá a la primera del tercero; pero luego vio que la sexta del segundo estaba muy cerca, y dio orden a mi Capitán M. Gastebois, para que fuese con su Compañía lo más pronto posible a defender la Puerta Pía. Éste fue otro momento de grande gozo para mi Compañía, viendo que íbamos a batirnos cuanto antes cuerpo a cuerpo.

Atravesamos todo el jardín de la Villa Bonaparte, y no es posible decir el estado de destrucción en que se encontraba. Trabajo tuvimos para pasarle, pues los caminos estaban llenos de grandes ramas y pedazos de árboles, y además, todo el suelo cubierto de cascos de granadas y otras sin estallar. Yo llevé una de éstas un buen rato; pero luego la tiré, pues pesaba demasiado. Llegamos a la reja de hierro del jardín y estaba rota, como si fuese de madera. Atravesamos la Vía Pía y entramos en la Villa Torlonia. El Capitán hizo quedar al principio del jardín al Teniente Derely con la segunda sección, yo seguí con el Capitán y la primera sección hasta las murallas, en el mismo jardín, a unos 60 metros de la Puerta Pía, donde nos paramos. Todo el camino desde Puerta Salara hasta Puerta Pía lo anduvimos mientras caía una lluvia de granadas a nuestro lado y estábamos al descubierto. Pero fue milagroso que en toda mi Compañía no tuviésemos ni un herido, lo que reconocimos todos nosotros, dando gracias a Dios por su visible protección.

Junto a las murallas encontramos un cabo y diez hombres de la tercera del primero, que estaban allí destacados, mientras estaba la fuerza restante al lado izquierdo de Puerta Pía, también sobre las murallas, y fue una de las Compañías que más fuego hizo; tenía por jefes al Capitán de Coessin, Teniente Van der Kerkowe y Subteniente Bonvalet.

Pocos minutos después llegó allí a caballo el Teniente Van der Kerkowe y nos dio noticias; dijo que los italianos adelantaban mucho hacia la Puerta. Nosotros quisimos subir sobre las murallas para poder tirar sobre el enemigo; pero no fue posible, pues como Roma no está hecha para defenderse, tampoco había aspilleras allí, ni puesto para poner gente. El Capitán se expuso para subir sobre las murallas, pero luego se convenció que no era factible. También aquí volaban por el aire las granadas y hacían destrozos al caer y reventar. La Villa Torlonia padeció mucho; pero la Villa Bonaparte tenía el tejado destruido enteramente y la casa estaba ardiendo.

Un poco antes de las diez vino el Comandante Troussures, pasando con mucho atrevimiento por la Vía Pía, y mandó llegar hasta la Puerta a nuestra Compañía. Yo hice marchar adelante a mi sección (siendo ésta la última orden que di a mi tropa), y la coloqué al lado derecho de la Puerta, mirando hacia la misma. Llegó enseguida el Teniente Derely con la segunda sección, y colocándose al otro lado (es decir, al lado izquierdo), puso allí su fuerza, mirando a la Puerta, y cruzando contra la misma nuestros fuegos.

Pasando ahora a lo que sucedió al mismo tiempo en toda Roma, empezaré por el Macao, donde el primer Depósito de Zuavos (Cap. La Begassiere, Teniente Tarabini y el Alférez de Rigau) hizo muchísimo fuego toda la mañana, colocado junto a una casa de los Jesuitas, y causó muchísimo daño al enemigo, porque dominaba un camino por el cual los italianos debían pasar de todos modos. Además, allí cerca se encontraban varias Compañías de Carabinero suizos bajo el mando del Teniente Coronel Castella, y en San Juan Laterano había otras Compañías de Zuavos bajo las órdenes del Teniente Coronel Charette, con la ametralladora, que no llegó a hacer fuego porque por este lado el ataque no fue tan fuerte como por el de Puerta Pía. En Puerta San Sebastiano y Puerta San Pablo también había zuavos, bajo las órdenes del Comandante de Saisy. También bombardearon mucho por este lado los italianos, los que tenían un número inmenso de cañones excelentes. En el fuerte San Ángelo había tres Compañías de Zuavos, una en San Pedro y creo que otra en San Pancracio; pero por este lado la mayor parte eran tropas indígenas.

Muchas granadas cayeron en el centro de Roma, en varios puntos; delante del Palacio Del Quirinal mataron a dos o tres personas que por allí paseaban; varias casas fueron quemadas en el Trastevere, y padecieron mucha la fachada de San Juan Laterano y la Escala Santa. Estas cosas sucedieron en Roma antes de las diez de la mañana del 20 de septiembre.

Volviendo a hablar ahora de la Puerta Pía, a las diez estaban todavía allí el Comandante Troussures, cuando llegó un dragón pontificio, al galope, con una bandera blanca, diciendo que venía de orden del General Zappi. Como no llevaba ninguna orden escrita y podía ser un traidor (y que no era más que un simple soldado), el Comandante y mi Capitán le hicieron volver atrás, y el Comandante se fue a recibir órdenes del General. Al marcharse nos mandó que empezásemos el fuego en cuanto los italianos llegasen cerca de la Puerta, y que enseguida la defendiésemos con las bayonetas. Entretanto, a nuestro lado, sobre las murallas, la tercera del primero tiraba continuamente y hacia mucho daño al enemigo.

A las diez y media, poco más o menos, mi Compañía empezó el fuego, lo cual fue para mis zuavos un verdadero júbilo, pues desde mucho tiempo estaban impacientes por disparar sus fusiles. Ya estaban los italianos a pocos pasos de nosotros, contra el terraplén y la primera barricada de Puerta Pía, y el fuego se hacía muy animado. Un Coronel de los italianos (un emigrado romano), al querer entrar en la Puerta cayó muerto, y creó que fue mi Compañía la que tuvo el honor de matarle. Además de éste, otros Oficiales italianos cayeron en la Puerta. También entonces fue milagroso que nadie de mi Compañía quedase herido, estando en tanto peligro.  Hubo uno de mis zuavos a quien una bala atravesó de parte a parte el cañón del fusil, sin hacerle nada a él; otro tuvo la empuñadura del sable rota, y él resultó ileso, y además las balas silbaban sobre y al lado de nuestras cabezas.


Ya eran cerca de las once. Cuando íbamos a defendernos con las bayonetas cuerpo a cuerpo vimos llegar a nuestro Comandante Troussures que nos mandó cesar elfuego y poner bandera blanca. El toque del clarín no bastó para poner fin al fuego, y nosotros, los Oficiales, con toda nuestra voz, tuvimos que mandar cesar el fuego, pues esto era un demasiado grande sacrificio para nuestros zuavos. También la tercera del primero cesó entonces el fuego.

Desde media hora, a nuestra derecha, en dirección al Macao, y en otros puntos, no se oía ningún ruido, y era que allí las tropas pontificias habían recibido orden de cesar el fuego  y de retirarse. En el acto, el valiente cabo Monginoux, de mi Compañía (tercera escuadra), puso un pañuelo en lo alto de la bayoneta y subió sobre la barricada, de un metro y medio de alta (hecha con sacos de tierra), que cerraba la entrada a la Puerta Pía.

Ya estaban los italianos debajo de la misma Puerta y los primeros soldados tomaban por asalto esta barricada, y a la fuerza querían desarmar al Cabo Monginoux, cuando nuestro Comandante Troussures, con una serenidad extraordinaria, sin sable, pero sólo con su látigo en la mano, subió sobre la barricada para contener el ímpetu de las tropas italianas, defendiendo al mismo tiempo sobre esa barricada al cabo Monginoux, y aunque atacados por muchos italianos, con gran valor y fuerza supo defenderse contra siete u ocho bayonetas, y bajó de la barricada sin novedad. Yo estaba al lado de mi sección, y en ese momento vi llegar por detrás de nosotros varios paisanos romanos por la Vía Pía, desde Termini, quienes gritaban “ ¡Viva Víctor Manuel!”, “¡Viva Italia!”. Y como tenían  que pasar una pequeña barricada para llegar a nosotros, yo les hice retroceder amenazándoles con la espada. Ellos ya veían llegar los primeros soldados italianos.

En aquel momento (eran las once) los italianos estaban en gran número debajo de la Puerta Pía y subían sobre la segunda barricada, detrás de la cual estábamos nosotros; yo, al ver esas caras endiabladas, no pude detenerme y me adelanté uno o dos o tres pasos frente a ellos, amenazándoles con mi espada en la mano. Hasta ese momento yo no podía creer de ninguna manera que Dios permitiese que entrasen las tropas italianas en Roma, pues confiaba en un milagro, fijándome en la serenidad que todos decían tenía Su Santidad.

Mi Capitán, poco antes, me preguntó si en caso de quedar nosotros prisioneros quería yo darme a conocer o guardar el incógnito; pero yo estaba tan lejos de pensar; en caer prisionero, que no le contesté nada de esto, y sí que debíamos triunfar, aunque muriésemos todos.

Ni las palabras de nuestro valeroso Comandante Troussures, ni un poco de honor militar detuvo a los italianos, y a pesar de la bandera blanca puesta en la Puerta y en muchos otros puntos, las tropas enemigas, saltando por encima de la barricada, fueron entrando como hormigas por la Puerta Pía, dentro de Roma. Los regimientos que estaban por este punto eran el 39 y 40 (la brigada Bolegna), de línea.

Nosotros ya no hicimos resistencia, para cumplir con la orden de Su Santidad; pero mucho nos costó a los Oficiales el contener a nuestros valientes zuavos. Reunimos luego la Compañía al lado derecho de la Puerta Pía, contra la casa Torlonia. Los italianos, en un instante, nos rodearon, sin que tuviésemos tiempo de retirarnos a Termini (como debía ser, si ellos hubiesen cumplido con la capitulación). Al entrar los italianos por la puerta no se puede explicar el furor de que estaban poseídos, y al vernos a nosotros, zuavos, empezaron a insultarnos, gritando: boya (verdugos), asessini, ladri, puzzoni, y diciendo además malas palabras contra Su Santidad. Llegaban a la bayoneta, como al asalto, mientras después de poner la bandera blanca nadie les hacía resistencia. Los italianos nos querían desarmar en el acto, a la fuerza; pero mi Capitán, con mucha energía, se opuso a esto, diciendo que no entregaría las armas más que con todas las formalidades acostumbradas. Y así se hizo.

Mi Compañía tuvo la suerte de que los que entraron por Puerta Pía fueran soldados de línea, pues éstos eran menos malos, mientras que al lado de nosotros, en la brecha de Puerta Salara, por donde entraron muchísimos batallones de bersaglieri, la tercera y cuarta Compañía del primer Batallón de Zuavos, que la defendían, fueron tratados infamemente por las tropas italianas. También allí entraron casi al asalto, sin respetar la bandera blanca. Hicieron poner de rodillas a los zuavos, desarmándoles a la fuerza, como si fuesen brigantes[1]; quitaron a viva fuerza los sables a los oficiales, arrancándoles hasta las cruces y medallas militares, les robaron sus revólvers y todo lo que tenían. Y al Teniente Van der Kerkowe, que estaba a caballo, lo hicieron apear, robándole el caballo (que era suyo partícular y magnífico), y además de haberle robado todo y desarmado le dispararon un tiro de fusil a bout portant,  quemándole, por gracia de Dios, solamente la piel del cuello. Al Teniente Manduit, que había subido con la bandera blanca sobre la brecha, los  bersaglieri  le rodearon, poniéndole las bayonetas al cuello y hasta le quisieron matar allí, después de estar ya prisionero, de tal modo, que los de su Compañía, que no le vieron más, creían había quedado muerto en la brecha.

La rendición
Cuando las tropas italianas, bajo las órdenes del General Cardona, entraban por Puerta Pía y por la brecha (de 50 metros de ancho) junto a Puerta Salara, ya habían entrado en Roma otras tropas italianas por diferentes puntos de la ciudad. El General Biscio venía a atacar a Roma por el Norte; pero empezó el ataque un poco más tarde que el General Cadorna. Las tropas de Biscio entraron en Roma por la Puerta de San Pancracio. En esta Puerta también se batieron un poco. El infame Biscio tuvo el atrevimiento de querer bombardear el palacio Vaticano, donde sabía que estaba Su Santidad, y a ese fin había establecido sus baterías en la Villa Pamfili, que domina todo el Transtevere. Lanzó varias granadas; pero como allí el fuego no empezó hasta las nueve, el General Biscio pudo hacer poco, teniendo que suspenderlo a las diez, cuando se pusieron en Roma las banderas blancas, entrando enseguida en la ciudad, sin ningún trabajo, después de haber hecho la mayor infamia exponiendo con sus cañonazos la misma persona del Papa.

Al mismo tiempo que las tropas italianas entraban en Roma, iban entrando con ellos cerca de 10.000 paisanos, todos emigrados romanos, que los enemigos habían hecho venir allí en trenes especiales. Muchísimos de tales individuos entraron por Puerta Pía; nos insultaron terriblemente, gritando a los soldados italianos, indicándonos a nosotros: ¡Fucilate questi asessini!

Con 15.000 hombres atacaron los italianos de asalto la Puerta Pía, en donde no quedaba ya para defenderla más que mi Compañía, es decir, 95 hombres; la mayor parte de éstos eran holandeses, doce españoles, varios canadienses, uno del Ecuador, etc.

Eran las once y media de la mañana cuando, entre Puerta Pía y la Villa Torlonia, pusimos nuestra Compañía en columna, por secciones, hicimos formar los pabellones y retirarse a los soldados algunos pasos atrás, dejando delante las armas. Este momento fue terrible; los soldados lloraban como niños y decían: “¡Más hubiera valido haber muerto todos que entregar nuestras armas de este modo!” Hubo que quitar las cartucheras con todos los cartuchos. Entonces el Sargento mayor, De Kersabieck, no pudo contenerse; tomo su cartuchera y la tiró al suelo, a los pies de un oficial italiano, que se enfadó muchísimo contra él; pero Kersabieck, muy vivo de carácter, iba a decirle algo; el oficial italiano le mandó que levantase la cartuchera y la pusiese sobre los pabellones, como las demás; pero el otro no le hizo caso. Entonces mi Capitán, para evitar alguna desgracia, mandó al sargento mayor de hacerlo, quien levantó la cartuchera al momento, diciendo: “Ahora la levanto porque me lo manda mi Capitán, al que sólo yo obedezco”.

En el acto de formar los pabellones, el sargento mayor primero y los demás zuavos después, rompieron sus fusiles de una patada o un golpe sobre el empedrado, o quitándoles algún pedazo del mecanismo, lo que se hizo a la vista de los italianos. Después de entregados los fusiles, nos rodeó un a Compañía de línea, con bayonetas, y nos hizo quedar allí, al principio de Villa Torlonia y junto al palacio. Muchos paisanos y soldados venían allí a insultarnos, hasta que, por fin, un oficial superior italiano les dijo que quería que se tuviesen las debidas consideraciones a los zuavos prisioneros. Los primeros dos regimientos de línea italianos se colocaron allí, en la plazuela, delante de la Puerta Pía, y había tantos soldados que apenas cabían. Cuando entraron los dos regimientos venían en tal confusión, que (según nos dijeron ellos mismos) estaban mezclados todos entre ellos, y no sólo entre batallones, sino entre regimientos.

Los italianos confraternizan con la población.
Los italianos tuvieron muchos oficiales muertos delante de la Puerta Pía, y, según lo que dijeron ellos, cerca de 2.000 hombres fuera de combate. Después de los de línea entraron también varios batallones de bersaglieri por dicha Puerta; pero éstos no se pararon, y pasando delante de nosotros fueron a ponerse formados en batalla sobre la Vía Pía, para vernos pasar, y eran tantos, que llegaban  desde la repetida Puerta hasta cerca del Convento de Carmelitas de la Victoria. También a nosotros tres, oficiales de la sexta del segundo, nos querían quitar los sables; pero mi Capitán protestó con mucha energía, y los italianos se adaptaron. Me alegré mucho, pues yo llevaba un hermoso sable de Toledo que había pertenecido a mi abuelo Carlos V y a mi tío Carlos VI; pero, sobre todo, por quedar armado, aunque prisionero de guerra. Yo llevaba mi revólver en el cinturón del sable, y también quisieron quitármelo; pero yo me opuse fuertemente y logré guardarlo. Entonces pasé a animar a mis queridos zuavos y decirles que tuviesen paciencia y se condujesen noblemente, aunque prisioneros. Nos mandaron contar el número de los zuavos de nuestra Compañía, y vimos que no teníamos más que 80 hombres, porque 15 habían logrado escaparse antes de quedar prisioneros y rendir las armas; los pobres se fueron a reunir a otras Compañías que estaban libres todavía en la ciudad. Los doce españoles de mi Compañía todos quedaron allí conmigo, queriendo sufrir la misma suerte que yo. En esos momentos entró con las tropas italianas un corresponsal de un diario francés, vestido con sobrero de copa alta y con traje negro; era muy raro y estaba escribiendo la descripción de la entrada de los italianos por Puerta Pía, y vino a pedirnos datos particulares a nosotros, y a mi Capitán sólo le dijo que la sexta del segundo, la que defendió la Puerta Pía, no había tenido ni un solo hombre herido.

En poco más de un cuarto de hora ya había entrado por la Puerta Pía y por las dos puertas laterales unos 15.000 italianos, habiendo sido el regimiento 39 de Infantería el primero que entró en Roma. Con ellos entraron los emigrados romanos, gritando vivas a Italia y abajo el Papa. Estos emigrados romanos eran revolucionarios que habían sido desterrados por el Gobierno pontificio por traidores o que habían huido por miedo a castigos del referido Gobierno por conspirar contra él. Muchos de éstos aprovecharon la confusión de aquel momento para apoderarse de las armas de los zuavos antes que los soldados italianos tuviesen tiempo de llevárselas. De este modo se armó gran parte de la población.

Al día siguiente, el Comandante de la plaza de Roma (General italiano) dio una orden en la que decía que si dentro de 24 horas todos los paisanos no entregaban lar armas que tenían, al que se le encontrase, se le fusilaría en el acto. Estos emigrados armados corrían en el primer momento por toda la ciudad de Roma, y en varios puntos la tropa pontificia tuvo que hacer fuego contra ellos, pues venían a millares, juntos, alborotando. Después de esperar tanto tiempo, a las doce del día, entre la escolta de una Compañía de línea del 39 regimiento de Italianos, nos hicieron marchar de Puerta Pía, y andar por toda la Vía Pía hasta Termini. Mi Compañía marchó de cuatro en cuatro, y los oficiales marchamos a nuestros puestos de batalla, a pesar de ir nuestros soldados desarmados y entre las bayonetas enemigas.

En cuanto salimos al jardín Torlonia y entramos en la Vía Pía, nos encontramos con los bersaglieri. Allí estaba rodeada por ellos la tercera Compañía del primero, también prisionera, pues fue ésta, con la nuestra, las dos solas Compañías que quedaron prisioneras de guerra a discreción sin capitular. Nos hicieron marchar adelante entre los silbidos de los bersaglieri y los mayores insultos. Muchos bersaglieri dieron golpes en las piernas de mis zuavos, con las culatas de los fusiles. La calle estaba llena de gente, y todos insultándonos; entre éstos también había mujeres; muchos paisanos nos escupieron en la cara, y los gritos eran tales como para volverse sordos.


No se puede decir cuánto padecimos en este paseito y sólo teníamos paciencia para sufrirlos pensando que Nuestro Señor Jesucristo sufrió peores insultos que éstos. Pero creo que en ningún país se habrá visto, ni verá jamás, tratar peor a los prisioneros de guerra que a nosotros en Roma. En este camino encontré al escultor español Aguirre y le di un apretón de manos al pasar, pues era para mí un gran consuelo el ver a un español conocido. Un buen rato anduve fuera de la línea de los soldados italianos, sobre la acera, en medio de un gran gentío; pero como llevaba todavía mi espada y mi revólver, nadie se atrevió a tocarme. Durante el camino, un soldado italiano de línea tuvo la caridad de dejarme beber un poco de agua de su botella, y se lo agradecí bastante, pues no habíamos podido beber ni comer en todo el día.

Llegamos a la plaza de Termini y nos hicieron volver hacia la estación del ferrocarril. Nos alegramos mucho con la esperanza de que nos harían marchar de Roma enseguida.

En la plaza de Termini estaba todo el tercer Batallón de Zuavos, la Compañía del primer Depósito, en la cual vi a Tarabini, que me saludó, y además estaba allí un batallón de Carabineros suizos. Estas tropas estaban todavía armadas y esperaban allí para hacer la capitulación en toda regla. Al pasar delante de estos soldados del Papa, todavía armados, los zuavos de mi Compañía, aunque sin armas y entre bayonetas enemigas, prorrumpieron en entusiastas gritos de “¡Viva Pío IX Papa Rey!”, levantando en el aire los kepis. Estos gritos fueron repetidos por los otros soldados pontificios, especialmente los suizos, ante los cuales pasábamos. En ese momento se oyó un tiro de cerca, y fue que un artillero pontificio, habiéndose puesto a saludar a un oficial italiano, un soldado suizo se enfadó contra él, considerándole traidor a Su Santidad, y le disparó un tiro de fusil, que no tocó a nadie. Pasamos delante de la estación del ferrocarril, pero en lugar de entrar en ella nos hicieron seguir adelante hasta llegar al cuartel del Macao. Este cuartel está a pocos minutos de Puerta Pía; pero nos hicieron dar un rodeo de media hora, para que todo el mundo nos viese y pudiese insultarnos.

A las doce y media entramos en el cuartel del Macao, que era el de los Dragones pontificios, pero entonces no había nadie. Allí rodaron el cuartel con centinelas y pusieron una Compañía del 39 regimiento de guardia. Esta Compañía había perdido a su Capitán entrando en la Puerta Pía. El Subteniente de la guardia fue bastante amable con nosotros, y nos dio su tarjeta por recuerdo: se llamaba Sandri. Allí estaban 80 hombres de mi Compañía; 15 habían logrado escaparse de Puerta Pía cuando nos desarmaron; 2 habían quedado en la Villa Médici, por la mañana, para hacernos la comida (Boulars y Schouten);
 3 estaban de guardia en el cuartel de San Agustín, y uno estaba enfermo en el hospital (Ortiz).

A la una y media de la tarde vimos entrar en la gran pradera delante del cuartel a varios batallones de línea italiana, con su música, que iba tocando delante de ellos. Fue terrible la tristeza que nos causó ese momento y esa música. Quedamos allí encerrados e incomunicados, sin saber nada de lo que pasaba en Roma, y lo que más nos afligía era no saber lo que sucedería con Su Santidad, y si marcharía o quedaría prisionero.



Nos dejaron allí encerrados, sin darnos nada para comer en todo el día, y eso que no habíamos comido desde la víspera. No nos dejaban salir ni siquiera delante de la puerta del cuartel. Por la tarde relevaron la guardia y vino allí todo el regimiento 40 de línea. A nosotros nada nos dijeron de lo que iban a hacernos; y viendo que nos dejaban a los de mi Compañía solos en ese cuartel separados de los demás prisioneros, creíamos que nos iban a fusilar, por haber seguido haciendo fuego bastante después que habían puesto bandera blanca en los demás puntos de Roma. De esto no teníamos culpa nosotros, pues únicamente habíamos cumplido con las órdenes que nos habían sido dadas con poco claridad. Aunque la idea de ser fusilados no fuese agradable para nosotros, sin embargo estábamos del todo conformes con ello, pensando que ya era lo mismo morir así, como si hubiésemos muerto en el combate. Toda la tarde la pasamos en estas conversaciones, y sin entristecernos la idea de que nos iban a fusilar. Mi Capitán no decía una palabra, y tenía razón, pues las apariencias eran tales. Mi Capitán, al momento de entregarnos en Puerta Pía, tenía las lagrimas en los ojos; yo al contrario, estaba sorprendido de tal manera al ver acabar todo tan mal, que me parecía un sueño y no llegaba a convencerme que fuese verdad. También el valiente Teniente Derely y el Sargento mayor Kersabieck tenían los ojos llenos de  lágrimas, lo cual era muy natural, y mostraba cuánto sentían el triste final del Gobierno de Su Santidad.


Por la tarde los oficiales italianos dijeron que nosotros, los oficiales, podríamos salir delante del cuartel para tomar aire, y nos aprovechamos de ello con gusto. Por todo el día no comimos más que una tortilla de un par de huevos entre seis o siete personas, y un poco de pan y queso. Los soldados no recibieron nada en todo el día. Por la noche logré hacerme traer unos panecillos, que repartí entre los 80 hombres de mi Compañía, dando a cada soldado una sexta parte de un pan.

Así se pasó el triste día 20 de septiembre, que no olvidaré mientras viva. Los tres oficiales nos reunimos en un cuartillo del cuartel, y logramos tener un colchoncito para cada uno, en el suelo. Antes de dormir, comimos una especie de sopa que nos hicieron en la cantina del cuartel, y que no manchaba en el lugar donde caía. Por la noche vinieron un oficial y un ayudante de Artillería pontificia, y quedaron en nuestro cuarto, pues también eran prisioneros. Antes de las diez nos echamos a dormir vestidos. 



[1] Los brigantes eran las guerrillas que apoyaron la monarquía de Francisco II frente a las tropas italianas. Algunos sucesos de pillaje ocasionaron una visión negativa, aprovechada por los liberales para denigrar el fenómeno contrarrevolucionario y reducirlo al bandolerismo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario