VIERNES 23
DE SEPTIEMBRE DE 1870
Por fin, a
la una y media de la madrugada, vinieron a llamarnos para marchar, bajo escolta
de un Batallón de línea, que iba desplegado a la derecha y a la izquierda de
nosotros. Como era de noche y los italianos llevaban hachas encendidas, todo
esto aumentaba la tristeza. La idea de que marchábamos de Roma sin poder ver a
Su Santidad, y de que le dejábamos en manos tan horribles como las del Gobierno
italiano, era lo más terrible para nosotros, por lo que la tristeza nuestra era
muy profunda. Poco a poco llegamos a la estación del ferrocarril de Termini,
donde nos aguardaban un inmenso tren especial. Allí hicieron entrar en él a
todos, por orden de Compañías: los zuavos, los primeros, y, después, los otros
soldados.
El tren
llevaba 2.000 soldados pontificios prisioneros. Como los vagones donde los
pusieron eran de los para animales, y los pobres soldados debían quedar de pie,
así llenaron cada vagón con 40 hombres. Esta operación de poner los soldados en
los vagones duró varias horas, y después subió en el mismo tren un Batallón de
línea italiana para escolta. Nosotros, los oficiales, logramos encontrar
vagones de segunda clase donde ponernos, aunque muy estrechos. Yo estaba
bastante cómodamente en un coupé con mi Capitán y mi Teniente, pero nos
hicieron cambiar y ponernos en otro peor. Al entrar en este coupé quedé
pasmado de encontrar allí al Teniente de Zuavos Sr. Mauduit, que todos decían
había muerto en la brecha. Al verle le manifestamos nuestro estupor, y, al
mismo tiempo, nuestra alegría de hallarle vivo, a Dios gracias.
La guerra había estallado en Europa |
En mi coupé
había, además, dos oficiales de Carabineros suizos de Su Santidad, y era muy
triste pensar que los dos oficiales de Zuavos, siendo franceses, iban a batirse
en Francia contra los alemanes, mientras que los otros dos, que eran del Gran
Ducado de Baden, iban a batirse con los alemanes contra los franceses.
Entretanto, estaban hablando amigablemente entre ellos para ir luego a luchar
unos contra otros.
Pasamos
varias horas en los vagones dentro de la estación del ferrocarril de Roma, y
solamente al amanecer, a las cinco y media, empezó a andar nuestro tren.
También éste fue un momento muy triste para nosotros, despidiéndonos de Roma de
tal modo. Pero todos pensábamos que pronto volveríamos a echar a esos canallas
fuera de la ciudad y dejar otra vez libre a Su Santidad el Papa. Varios
soldados pontificios ya dijeron a los italianos que quedarían poco tiempo dueños de Roma, y los italianos se
reían entre dientes, como burlándose de los otros; pero no se atrevían a
negarlo, pues conocían que no eran tan fácil el poder quedar ellos en la
capital. Nos paramos en la estación de Palo a las siete y media. Allí nos
apeamos un momento los oficiales, y vimos a muchos compañeros que no habíamos
visto desde muchísimo tiempo acá; allí reímos todavía entre nosotros, y cada
uno, por broma, daba al otro los títulos con los que nos habían llamado y
saludado los señores emigrados romanos y los soldados italianos al entrar en
Roma.
Seguimos
luego adelante, y a las nueve y media de la mañana nos paramos en la estación
de Civitá Vecchia. Allí nos hicieron bajar a todos. Éste fue un momento de
grande confusión; tuve apenas tiempo de saludar a mis compañeros, y ni siquiera
logré despedirme de mi Compañía, la sexta del segundo Batallón. Enseguida, los
oficiales italianos separaron los zuavos franceses, holandeses, belgas,
canadienses e ingleses, unos de otros. Todos fueron repartidos, según su
nacionalidad. Yo logré hacer quedar a mi asistente (al zuavo Pablo Sánchez) al
lado mío, con mi maleta, mientras los demás de mi Compañía se fueron a otra
parte y ya no logré verlos más.
En estos
momentos yo no sabía qué hacer, pero mi deseo era el de salir cuanto antes de
Italia. Hubo quien pensó enviarme al cónsul de España; pero yo me opuse, pues
ya preveía lo que me hubiera hecho éste. Los pobres españoles zuavos quedaron
también sin que nadie se encargase de ellos, pues eran carlistas, y tuvieron
mucho que padecer. Mientras yo me encontraba en este apuro, una vieja señora
francesa (Madame de Jurien), que yo no conocía hasta entonces, vino a hablarme,
pues me conoció no sé cómo. Esta buena señora me dijo que era amiga del cónsul
francés de Civitá Vecchia, y que si yo quería, ella se encargaba de hacerme
embarcar en un barco francés, “L’Oreneque”, donde iban todos los zuavos
franceses como en un depósito, para esperar en el puerto de Civitá Vecchia tres
días hasta que llegasen barcos franceses en las mensajerías para llevarles a
Francia, y otro barco a vapor de las mensajerías francesas, el “Vatican”, que
iba cargado con la Legión francesa de Antibes y unos pocos zuavos franceses. Yo
no dudé ni un momento, y pedí embarcarme en el “Vatican”, pues mis deseos eran
los de marchar lo más pronto posible de allí. En estos momentos vi al pobre
Teniente Tarabini (de Zuavos), el cual estaba muy apurado, pues siendo
italiano, los italianos le tenían bajo la vista para no dejarle marchar. Yo
hablé entonces a la excelente Madame De Jurien para poder llevar conmigo a
Tarabini y a mi asistente, y ella me dijo que se encargaría de todo.
Vino
entonces el cónsul francés de Civitá Vecchia (Mr. H. De Tallenay), me habló de
la recomendación que le había hecho Mme. De Jurien, y dijo que podíamos ir
enseguida con él hasta el vapor. Al momento (eran las once y media) salimos de
la estación Tarabini y yo, con Sánchez; además iban otros franceses con
nosotros, y marchamos al puerto de Civitá Vecchia. Afortunadamente íbamos
escoltados por soldados italianos, porque si no, Dios sabe los horrores que nos
habrían hecho sufrir los habitantes del pueblo. Un gentío extraordinario nos aguardaba
en el puerto y nos silbó e insultó con cuanta voz tenía. Llegados allí entramos
en una pequeña lancha para ir a bordo del “Vatican”, y mientras estuvimos a la
vista toda esa canalla no paró de gritar e insultarnos y lanzarnos piedras.
También éste
fue un momento desagradable; y una despedida como ésta no hizo más que darnos
más ganas de volver pronto a Roma y dar a esa gentuza la merecida lección. Por
fin, gracias a Dios, a mediodía llegamos a bordo del “Vatican”. Allí encontré a
M. Simeón, Teniente de Artillería, que después de la entrega de Civitá Vecchia
(donde él se encontraba) había logrado esconderse en una casa de allí y evitar
que le enviasen, con los demás prisioneros pontificios de la ciudad, a la
fortaleza de Alejandría. Encontré allí al Comandante De Saisy, de Zuavos, con
su mujer; al Cap. de Zuavos De Kersabieck, con su mujer (canadesa), y otros
pocos zuavos franceses; lo demás todo estaba lleno de oficiales y soldados de
la Legión francesa de Antibes.
En el barco
me encontraba en mala posición, pues no siendo francés no tenía nada que ver
allí, y me miraban de mal ojo. Entonces encontré al excelente monsieur de Puget
(ex secretario del Coronel Allet), sargento de Zuavos, que volvía a Francia con
su mujer. Este buen señor me dijo que se encargaba de hacerme quedar en aquel
vapor. Me llevó a su camarote juntamente con Tarabini y Sánchez, pues a todos
nos miraban mal, ya que íbamos todavía con los uniformes de Zuavos y no éramos
franceses ninguno de los tres. Después nos recomendó Mr. De Puget que
quedáramos en el camarote hasta que marchase el vapor. Varias veces vino el
camarero del buque al camarote, queriéndonos hacer salir de allí; por último, a
la fuerza, nos hizo subir diciendo que aquel vapor no era para nosotros.
Entonces el buen Mr. De Puget se encargó de hacernos volver a su camarote y de
tomar para nosotros los billetes, como para cualquier otro, mientras, no siendo
franceses, no lo podíamos lograr; además dio una gratificación al camarero para
que no nos importunase, como así sucedió.
Estos
momentos fueron también muy malos para nosotros y el pobre Conde Tarabini, que
siempre temía que vendrían a buscarle los italianos al vapor. Efectivamente, a
muchos que estaban en nuestro buque los hicieron desembarcar y pasar al otro,
“L’Oreneque”, y lo mismo nos hubiera sucedido a nosotros si no hubiésemos
estado tan disimuladamente en aquel camarote. Quedamos escondidos debajo de las
camas, cubriéndonos con trajes de paisanos. De ningún oficial de Zuavos pude
despedirme, ni siquiera de mi Teniente Derely; pero el buen Capitán Gastebois
vino al “Vatican” para despedirse de mí, volviendo luego al “Oreneque”. Nos
contó que el ex Comandante pontificio de la plaza Civitá Vecchia (italiano) fue
al vapor francés “Oreneque” para hacer desembarcar a todos los zuavos que allí
estaban y que no eran franceses; pero el Cónsul francés se condujo
admirablemente y protestó, diciendo que debía haber pensado éste antes que una
vez en un barco francés estaban en territorio francés y nadie podía sacarlos de
allí. Gracias a esta hermosa conducta del Cónsul se marchó el ex Comandante de
la plaza sin lograr lo que quería, y ya no vino a nuestro vapor, el “Vatican”,
para sacarnos, como hubiera hecho si hubiese logrado sus pretensiones en el
“Oreneque”.
Efectivamente,
muchos zuavos que no eran franceses aprovecharon el barco francés para
salvarse, entre ellos los italianos que no querían quedar en Italia, donde los
iban a obligar a servir a ese gobierno infame. En el camarote sacamos la poca
ropa de paisano que teníamos y nos vestimos lo mejor que pudimos Tarabini y yo.
Antes de
marchar el vapor subimos sobre el puente para despedirnos de Civitá Vecchia.
Desde allí pude ver otros barcos cargados de zuavos que iban a Génova, para ser
enviados después, Dios sabe cómo, a sus países. Vi también a varios españoles
de mi Compañía, y desde lejos los saludé con mi pañuelo.
Finalmente,
a las cuatro de la tarde, nuestro vapor salió del puerto de Civitá Vecchia. La
mar estaba muy mala, y yo, por miedo del mareo, y además para no hacerme ver en
el barco, bajé a mi camarote, y en lugar de comer, pues era la hora de la
comida, me eché vestido sobre la cama, y a los pocos minutos me quedé
profundamente dormido.
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