MIERCOLES 21
DE SEPTIEMBRE DE 1870
Por la mañana,
al despertarnos, tuvimos el gusto de ver llegar al mismo cuartel del Macao a
los zuavos de la tercera y de la cuarta del primero. Estos pobres, desde la
brecha donde habían sido hechos prisioneros la víspera, cuando nosotros en
Puerta Pía, los llevaron hasta la plaza del Pópolo entre los insultos de toda
la canalla, y hoy (miércoles) temprano los trajeron al Macao, pasando por el
Corso, plaza Colonna y Termini. Con mucho gusto nos saludamos entre
prisioneros; y el traernos aquí estos otros zuavos nos dio a conocer que no nos
iban a fusilar, sino que sufriríamos la
misma suerte que todos los demás. Sin embargo, yo no me quise dar a conocer a
los italianos, pues era muy fácil que sabiendo quién era me infiriesen algún
insulto más, y pasé como todos los demás oficiales.
Con estas
Compañías prisioneras llegaron cuatro oficiales de Zuavos, es decir, los
Capitanes Coessin y Desclée, el Teniente Van der Kerkowe y el Subteniente
Bonvalet, además, el ayudante Nini, de nuestro Batallón. Nos contaron todos los
insultos y malos tratos que habían padecido, que eran mayores de los nuestros,
especialmente por haberles hecho atravesar toda Roma. A cada momento iban
trayendo zuavos prisioneros, de varias Compañías, encontrados en la ciudad.
Por unos
zuavos de la quinta del segundo supimos cómo fue el abandono de Puerta Pía,
antes de nuestra llegada allí. En esa Puerta estaba para defenderla la quinta
del segundo, que se batió duramente toda la mañana del día 20. A las nueve y
media de la misma recibieron orden de retirarse a Termini, para hacer allí una
fuerte defensa cuando entrasen los italianos. Al momento se retiró la quinta
del segundo, abandonando la Puerta Pía, pues los artilleros habían muerto,
quedando inutilizadas ya las dos piezas pontificias en la Puerta. La misma
retirada la ejecutaron las Compañías que estaban en el Macao (a la derecha de
Puerta Pía). Estando nosotros en Puerta Salara, vinieron a decir al Comandante
Troussures que la Puerta Pía estaba abandonada, y como el Comandante no sabía
nada de las órdenes que había recibido la quinta del segundo, mandó enseguida a
mi Compañía a Puerta Pía.
Los
italianos cometieron la infamia de seguir bombardeando la ciudad, a pesar de
haber cesado el fuego a las diez las tropas pontificias, y que sólo quedábamos
luchando las Compañías de Zuavos que desde la Puerta Pía ocupábamos la Villa
Bonaparte hasta la Puerta Salara. Nosotros teníamos derecho a seguir
defendiéndonos, mientras que el enemigo continuaba bombardeando y, sobre todo,
porque no sabíamos nada de lo había pasado ya en los diversos puntos de la
ciudad.
A las diez
de la mañana ya se había firmado en la Villa Albani una capitulación entre el
General Cadorna, Comandante del cuarto cuerpo del ejército italiano, y el
General Kanzler, para la entrega de la ciudad de Roma. Pero los italianos no
cumplieron con la capitulación hecha, y, lo que es peor, siguieron haciendo
fuego hasta las once, una hora después; por lo cual, el bombardeo de Roma duró
seis horas. La Puerta Pía sufrió horriblemente: las estatuas de mármol fueron
rotas, y hasta pedazos enormes de mármol de la Puerta fueron hechos trizas. El
bombardeo fue terrible, aunque duró pocas horas. Yo tenía en mi Compañía a un
prusiano que se había batido en Koniggratz el año 1866, y me dijo que durante
aquella batalla no había oído tanto cañonazo como aquí en el sitio de Roma.
En la mañana
del día 21 vimos entrar en la plaza, delante del cuartel del Macao, toda la
artillería italiana, y más tarde los artilleros italianos fueron a tomar las
piezas pontificias y las trajeron también aquí a esta gran pradera. No podíamos
menos de quedar sumamente afligidos al ver las hermosas piezas de Su Santidad,
en gran parte regalo de los católicos de Bélgica, caídas en manos de semejantes
bribones.
El Gobierno
italiano debía pagar a los oficiales prisioneros tres francos diarios, según
las órdenes del General Cardona; pero, en lugar de hacerlo así, se ve que
alguien se los guardó, porque en los tres días que estuvimos en la prisión sólo
nos pagaron el primero. Naturalmente, no quisimos tocar monedas que nos venían
de nuestros enemigos, y las dejamos también el primer día, sin tomarlas.
Durante el día de hoy dieron a los zuavos prisioneros un pedacito de pan
galleta, y otro de queso, para cada uno. Nosotros, los oficiales, mandamos hacer
un poco de comida en la cantina del cuartel, y así comimos algo durante el día.
Después de mediodía trajeron muchos más soldados pontificios, de todos cuerpos,
a nuestra prisión del Macao. Hubo varios italianos que, al oír el nombre del
Macao, nos preguntaron si era ese el famoso campo del Mac-Mahón. Se ve que la
instrucción de esta gente no era muy profunda.
Al mediodía,
o poco después, vinieron a nuestra prisión varios señores de la Embajada de
Bélgica y de la de Francia, para ver si necesitábamos algo; y sólo por medio de
éstos supimos todo lo que había pasado en Roma mientras antes nada sabíamos
absolutamente. Nos dijeron que la víspera, después de la capitulación, todas
las tropas pontificias se habían retirado a la ciudad Leonina; que Su Santidad
seguía en Roma, y no quería marchar de ninguna manera, quedándose en el
Vaticano como prisionero. Supimos que por la mañana, en la plaza de San Pedro,
las tropas pontificias habían capitulado con las debidas formalidades y
entregado sus armas a los italianos, y que Su Santidad había dado la última
bendición desde su ventana a sus tropas, y después de ésta se había desmayado,
por la gran pena que le dio esa despedida.
Supimos que
el infame General Biscio quería que se entregasen los zuavos prisioneros al
furor del pueblo; pero que Cadorna se opuso a esta crueldad, y que el Gobierno
nos enviaría a nuestros países.
Por medio de
un señor ataché de la Embajada de Francia o Bélgica envié un billetito a
mi casa, a Manuel[1], para pedir
que me trajese ropa de paisano, pues nada tenía en la prisión. Además envié a
casa mi revólver, quedándome con mi sable. Poco tiempo después Manuel logró
llegar hasta la puerta de la pradera del Macao, a pesar de muchos insultos,
piedras y salivazos que le tiró la canalla que le veía venir para vernos. El
buen Manuel me trajo un saquito con ropa de paisano, dinero y pasaporte.
También me trajo una carta de mi querida mamá, que leí en la prisión con mucho
gusto, y fue la primera que recibí desde muchísimo tiempo; ésta tenía la fecha del
17. Por la tarde vino a verme el buen Marqués de Villadarias.
Todo el día
fueron viniendo soldados pontificios prisioneros. Muchos de ellos eran de los
que habíamos visto en Termini la víspera, y que capitularon ese día en el mismo
punto. Con éstos llegaron seis o siete zuavos de mi Compañía, de los que habían
marchado de Puerta Pía antes de que nos cogiesen. Por la tarde ya éramos unos
1.000 soldados pontificios en la prisión, y unos 12 oficiales. Los soldados se
ocuparon todo el día en destruir todo lo que encontraban en ese cuartel,
diciendo que así, a lo menos, no gozarían de ello las tropas italianas;
destruyeron uniformes, cajas, ropas, etc; en fin, todo lo que encontraron.
Por la tarde
empezaron todos los prisioneros a cantar el Himno de Pío IX, a despecho de las
tropas italianas que estaban alrededor del cuartel, y, como aquellos eran
muchos, también el ruido era muy fuerte. Los oficiales italianos hablaron
bastante con nuestros oficiales de Zuavos y también con nuestros soldados; pero
como éstos sabían más que ellos, tenían que dejar las disputas a la mitad. Yo
procuré hablar lo menos posible, para no darme a conocer. Después, varias veces
mandé callar a nuestro Sargento mayor Kersabieck y otros zuavos, señores
franceses, porque se ponían a disputar con los oficiales italianos y se
exaltaban bastante en la discusión.
Los
oficiales italianos querían persuadirnos que ellos tenían todo el derecho de
tomar a Roma, pues decían que donde hay religión y curas no hay civilización ni
progreso de ninguna manera; después
decían que ellos también eran cristianos, pero que veían las cosas como eran
realmente. Para probar su derecho sobre Roma, un oficial italiano decía a mi
Teniente Dereley que si los prusianos fuesen ya dueños de París y lo restante
de Francia estuviese en manos de los franceses, a ver si no era justo que los
franceses fuesen a atacar a París y echasen de allí a los prusianos. A lo cual
contestó el Teniente Derely muy bien, diciendo que si, al contrario, los
prusianos fuesen ya dueños de toda la Francia y no quedase en manos de los
franceses más que la ciudad de París, a ver si sería justo que los prusianos
fuesen a atacar al mismo París y echar los últimos franceses que allí quedaban.
A esta contestación tan clara, el oficial italiano tuvo que callarse.
Otros
oficiales italianos hablaron también mucho; pero todos tenían, como es natural,
principios horribles y enteramente antirreligiosos, mientras que entre los
soldados de línea se veía que había buena gente del campo. A ningún soldado prisionero
dejaban salir de la puerta de la prisión, delante de la cual estaban dos
centinelas italianos. Ya se puede figurar, con tanta gente en un cuartel que no
es muy grande, lo que sería con respecto a suciedad. Nuestro cuarto de
oficiales confinaba con un pequeño corredor que conducía a cierto lugar (¡).
Este corredor se había vuelto un canal, y ya corría este canal dentro de
nuestro cuarto, pasando por debajo de la puerta y, por consiguiente, el olor en
nuestro cuarto no era el de rosas.
Al anochecer, nuestros soldados pontificios se pusieron a hacer tanto
ruido, que los oficiales italianos se enfurecieron y amenazaron con hacer
fusilar a algunos si no callaban. Cantaban el Himno de Pío IX y otras
canciones. A las diez de la noche todos se quedaron tranquilos. Nosotros, los
oficiales dormimos vestidos, sobre colchones, en el suelo, en ese cuarto que
apestaba.
[1] Manuel
Echarri, español que fue estudiante de Medicina y fiel servidor de Carlos V,
Carlos VI y del Infante Don Alfonso.
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