JUEVES 22 DE
SEPTIEMBRE DE 1870
Nos
despertamos por la mañana en la misma prisión, a pesar de habernos dicho la
víspera que debíamos marchar durante la noche. Por fin nos anunciaron que marcharíamos,
de fijo, por la tarde, pero no sabíamos adónde ni qué cosa iban a hacernos.
Toda la mañana fueron trayendo prisioneros a nuestra prisión, en donde nos
hallábamos ya reunidos 1.500 hombres; por consiguiente muy apretados y muy mal.
Había varios zuavos enfermos con fuerte calentura, pero más querían quedar allí
que ir al hospital. Y tenían razón, porque varios soldados enfermos que iban al
hospital fueron asesinados en las calles de Roma por la canalla, o, cuando
menos, insultados o heridos. Además, el populacho de emigrados romanos
asaltaron el hospital militar de Santo Spirito queriendo matar allí a todos los
zuavos enfermos o heridos que encontrasen; y fueron las tropas italianas las
que, a viva fuerza, se opusieron a esta infamia. Nosotros no tuvimos, en total,
más que unos 30 zuavos entre muertos y heridos en Roma, pero en el hospital
había un número bastante grande de zuavos y otros soldados pontificios
enfermos.
Manuel
Echarri vino también el día 22 a verme, para traerme algo, y logró entrar en el
cuartel o prisión nuestra gracias a una tarjeta de un oficial italiano
(Sandri), que había estado de guardia en dicha prisión el primer día, y que por
recuerdo nos había dejado su tarjeta. Mucho me alegré de ver al excelente
Manuel, y le encargué telegrafiara a mamá que estaba prisionero sin novedad, y
que volvería, tal vez, por Suiza a Graz. Además le encargué que hiciera las
maletas y marchase a Graz, lo más pronto posible, con todas mis cosas. Él lo
hizo así, marchándose el sábado por Ancona y Trieste , y llegando felizmente
con todo a Graz.
A las once,
poco más o menos, vimos pasar toda la artillería italiana, que recibió la orden
de marchar de Roma; ésta era muy numerosa. Los oficiales de Artillería italiana
son los más finos de todo el ejército,
y también con nosotros fueron muy amables. Los fusiles de los italianos son
malos, pues tiene los antiguos fusiles de aguja de los prusianos. En cambio, la
Artillería italiana está muy bien montada. Un zuavo de mi Compañía (el clarín
Bigelli) dijo algunas palabras de insulto que los oficiales italianos oyeron, y
entonces le hicieron detener al momento y le ataron a la reja, fuera de la
prisión, con las manos detrás de las espaldas, y al sol, lo que era bastante
cruel, y allí le dejaron por espacio de dos horas. A otros soldados pontificios
también les hicieron lo mismo.
Durante el
día tuvimos en nuestra prisión la agradable visita de Madame Kanzler (esposa
del General Ministro de la Guerra), la cual tuvo el valor de venir sola desde
San Pedro, en donde estaba su marido, únicamente para visitar a los
prisioneros. Cambió moneda a todos los que querían. Estuvo un rato allí
con nosotros, y fue ella la que nos dio las mayores y más exactas noticias de
lo que hacía Su Santidad y de lo que sucedía en Roma. Nos trajo para leer la
capitulación del ejército pontificio, hecha entre el General Cadorna y el
General Kanzler (que yo copié), y así vimos cómo los italianos no habían
cumplido con esta capitulación. Trajo también la carta que Su Santidad había
escrito al General Kanzler la víspera del ataque de Roma, para mandarle que al
momento que la brecha fuese abierta se pusiese la bandera blanca y se
concluyese la defensa. Esta carta (que copié también) nos explicó todo lo que
había sucedido la antevíspera, y que antes no pudimos comprender. De este modo
se ve que si nos hemos tenido que rendir tan pronto fue únicamente para cumplir
las órdenes de Nuestro Soberano, porque los deseos de todos los soldados, y en
particular de nosotros los zuavos, eran muy distintos.
Supimos los
horrores que se habían cometido en Roma contra algunos pobres zuavos aislados.
Algunos fueron muertos cruelmente, arrastrándolos; otros, ahorcados en los
faroles; a otros les arrancaron los ojos, etc. Ésta era la civilización que los
italianos decían que habían traído a Roma.
Las gentes de Roma |
Algunos
oficiales pontificios que quisieron ir a sus casas para salvar y coger un poco
de dinero y alguna ropa para el viaje, fueron atacados en sus propias casas por
canallas de emigrados en gran número, y apenas se salvaron con el auxilio de
oficiales del ejército italiano, que se pusieron delante para protegerlos. Hay
que reconocer que varios oficiales italianos se condujeron muy bien,
protegiéndonos. La mayor parte de los oficiales y todos los soldados de Zuavos
perdieron todo lo que tenían, que quedó en los cuarteles, lo que la canalla
saqueó al momento. Y eso que había en los zuavos señores muy ricos, y todos los
demás también tenían un poco de dinero. Estos pobres se vieron precisados a
abandonar Roma, marchando en completa miseria, y condenados así a sufrir en el
viaje, hasta llegar a sus casas, en los diferentes países.
Varios
oficiales de Zuavos fueron heridos en la ciudad por el pueblo y estuvieron en
peligro de perder hasta la vida en estos primeros días de verdadera revolución.
Yo no quise moverme del cuartel del Macao, y me hallé muy contento de ello, a
pesar que otros saliesen de allí para comer mejor, quedando escarmentados. Bajo
palabra de honor podían salir los oficiales de ese cuartel, pero nadie aseguraba
que la gente no los insultase o matase por las calles. Yo comí algo en la
prisión, y por la noche los zuavos españoles encontraron en un rincón unas
patatas, que cocieron y las comimos
juntos en la misma cazuela, todos con las manos. A los soldados prisioneros les
dieron hoy galleta y queso y un poco de carne salada, que olía a podrida en su
mayor parte.
Esta tarde
supimos que todas las tropas pontificias que habían capitulado la víspera en la
plaza de San Pedro habían sido conducidas a pie hasta la estación de Macarese,
fuera de Puerta Portese, y que de allí habían sido transportadas esta mañana a
Civitá Vecchia en el ferrocarril, bajo escolta italiana. El General Kanzler
había escrito una carta de despedida, que leyó o dio al ejército pontificio al
momento de despedirse de él en la plaza de San Pedro. El General quedó en el
Vaticano, al lado de Su Santidad.
Los
oficiales de Zuavos que estaban en mi prisión se hicieron traer alguna ropa de
paisano por medio de algún conocido; pero el orden era tan grande en Roma en
esos días, que varios coches que traían de estas cosas para los prisioneros
fueron parados en medio de la ciudad, robando todo lo que llevaban en ellos.
Esto sucedió hasta con un coche de un ataché de la Embajada de Francia.
Además, se tiraban las cosas al río si se sospechaba que fuesen para los
zuavos. También tiraron al río Tíber esos héroes de brigantes, a una pobre
monja que encontraron en la calle. En fin, no se concluiría nunca, si se
quisiesen recordar todas las infamias que se cometieron en esos primeros días
en Roma.
Por la tarde
del día 22 nos avisaron que, de fijo, marcharíamos a las once de la noche.
Mucho nos alegró esta noticia, pues los tres días en esa prisión eran muy
largos y ya iban haciéndose insufribles por los muchos que estábamos allí
dentro. En nuestro cuarto ya no se aguantaba más por el terrible olor. Desde
las ventanas del cuartel veíamos las montañas de Frascati, Rocca di Papa,
Albano, etc., y el día era tan claro, que se distinguía cada cosa. No puedo
decir la tristeza que nos daba pensar que abandonásemos todos esos puntos
deliciosos en manos de esos canallas de italianos. Por la noche nos pusimos a
descansar un poco, y a las once ya nos arreglamos para marchar, y, lo mejor que
se pudo, se reunieron las Compañías y los diferentes Cuerpos entre ellos. Pero
todavía nos hicieron esperar dos horas y media.
No hay comentarios:
Publicar un comentario